lunes, 18 de abril de 2016

El naufragio del mercante holandés “Le Constant”. Una terrible historia

Simulación del Naufragio del Le Constant
La historia que os voy a contar es una de las historias más terribles que hayan podido vivir unos marineros a finales del siglo diecinueve cuando el buque Le Constant naufragó en los mares de la India en 1858.
El propio capitán del buque náufrago, Vystenhoven, marra de su propia mano este terrible y espantoso acontecimiento:

«El 27 de agosto la gran chalupa se encontraba frente a la altura de las islas Felem, donde debían concedernos hospitalidad al día siguiente. Pero no nos atrevíamos a abordar en aquellas islas por temor a los salvajes, que en todos aquellos archipiélagos son de la misma raza, y ya nos habían enseñado a desconfiar de ellos. De día en día nuestras fuerzas se agotaban de una manera visible; nuestra debilidad iba en aumento, y ya ni teníamos aliento para empuñar el remo; para colmo de males, tuvimos mucho viento contrario y mar gruesa, y los víveres se nos habían agotado; ya habíamos devorado pedazos de tela, de cuero, y todo cuanto tuvimos a mano; y por último, nos vimos obligados a tomar la fatal resolución de sacrificar a uno de nuestros semejantes para salvar a los demás.

Después de muchos días de angustias y privaciones de toda especie, en aquella horrible necesidad, tuvimos que decidirnos por adoptar tan espantosa resolución. Decidimos matar a un negro de bengala que para nosotros era una verdadera carga, pues se había negado tenazmente a ayudarnos en el trabajo; debíamos echar a suertes, pero todos se oponían a que el piloto y yo entrásemos en ellas, y después vinieron las plegarias. Uno de los marineros decía que su madre era anciana y que no tenía en el mundo más apoyo que él; otro nos pintaba la aflicción de su mujer y de sus hijos; en fin, ninguno quería morir: se decidió, pes, sacrificar al negro. Sin embargo, tomada ya esta resolución, nos faltaba el valor para ejecutarla, y lo dejamos para el día siguiente, abrigando la esperanza de encontrar un buque o una isla, con lo cual no nos atormentarían los remordimientos por haber derramado sangre humana.

El día siguiente pasó como los demás, sin una vislumbre de esperanza. Cuatro días pasamos así entre la vida y la muerte… el quinto día, antes de salir el sol, nos era imposible luchar por más tiempo contra el hambre…sentíamos los síntomas de la rabia, y matamos al negro.

Después de habernos comido al negro y roído sus huesos, echamos pajas para ver a quienes tocaban sus huesos. Los favorecidos por la suerte los tostaron al fuego, y los devoraron sin dejar un átomo de ellos. Esta horrible escena tuvo lugar el 5 de setiembre de 1858. Jamás olvidaré aquel horrible festín con el que almorzamos a las ocho de la mañana del citado día. El mismo día a las once de la mañana vimos a lo lejos las velas de un gran buque. Un grito unánime se escapó de nuestros pechos oprimidos. ¡Nos hemos salvado! ¡Nos hemos salvado!

Pero ¡ay, que no debía ser así! ¡Nuestro destino no estaba cumplido! ¡Todavía no habíamos sufrido bastante!

Atamos muchos remos unos a otros, y en la extremidad de este mástil improvisado clavamos una bandera, con la esperanza de que nuestras señales serían vistas. Vimos perfectamente pasar el buque a una distancia de cuatro millas.
Nueva Guinea Papua
El viento que nos empujaba por detrás reanimaba nuestras esperanzas y nuestras fuerzas; todos nos pusimos a remar…pero fue en vano. El buque que podía salvarnos pasó adelante.

Una ligera brisa se levantó, pero nuestras esperanzas se desvanecieron. Cuando vimos las velas del buque desaparecer en el horizonte, quedamos sumergidos en la más profunda desesperación. ¡Oh y qué cruel es ver desaparecer así la última tabla de salvación! Habíamos hecho todo lo posible por ser vistos por la tripulación del buque.

Desde aquel momento la resignación reemplazó al valor, y resolvimos luchar contra nuestra infausta suerte mientras nos quedase una gota de sangre en las venas, y todos nos horrorizábamos al pensar que llegaría el día en que uno solo abandonado en la soledad de los mares sobreviviese a los demás.
Algunos días después, el 14 de setiembre, un nuevo sacrificio humano ensangrentó nuestro pabellón. Habíamos pasado nueve días sin otro alimento que nuestros excrementos, ni más bebida que la orina y la lluvia que de cuando en cuando quería Dios enviarnos. Esta vez fue la víctima uno de Manila a quien matamos de un pistoletazo.

Mi sangre se hiela cuando pienso en aquel periodo nefasto y bárbaro de la vida de los hombres civilizados. ¡Dios libre a los navegantes de sufrir los tormentos que nosotros hemos padecido!

El 18 de setiembre terminaron nuestros sufrimientos. Es el día de mi cumpleaños: estaba sentado rigiendo el timón cuando por la mañana percibí una costa; al punto lo comuniqué a mis compañeros, que se estremecieron de alegría. Nos encontrábamos en la Nueva-Guinea o tierra del Japón.

A la hora de mediodía nos pusimos a pescar sobre la costa, e hicimos una pesca verdaderamente milagrosa. Yo solo cogí más de quinientos pescados algo más pequeños que los arenques, y cada uno de mis compañeros cogió también un gran número de ellos. Hambrientos de no haber comido nada en cuatro días, nos fue imposible esperar a que los pescados estuviesen fritos o cocidos, y los devoramos crudos con los intestinos y las escamas, cuyo manjar nos confortó sensiblemente.

Nativos de Nueva Guinea
Cogimos una gran cantidad de pescado, que no pudimos agotarla. Este fue el primer acontecimiento feliz que tuvimos desde el día en que nos vimos arrojados a la inmensidad del Océano, que hasta entonces parecía extender sus límites hasta lo infinito para no dejar escapar su presa.

El día 21 después de mediodía, nos acercamos a la costa lo bastante para poder comunicar con los japoneses, que se presentaban en ella armados de flechas, azagayas y hachas. No obstante la actitud guerrera de los isleños, que no era la más apropósito para tranquilizarnos, no pudimos resistir al deseo de desembarcar; tan débiles y exhaustos de fuerzas nos encontrábamos, que resolvimos entregarnos en sus manos, esperando que la Providencia no nos abandonaría después de habernos protegido tan visiblemente hasta entonces.

—Si quieren matarnos, decíamos, cúmplase la voluntad de Dios. Por otra parte, poco tiempo hubiéramos podido resistir con la vida que hacía muchas semanas llevábamos.

Luego que desembarcamos, los japoneses llegaron y entraron en la chalupa: comenzamos a hablar con los japoneses por medio de gestos, y nos entendíamos bastante bien. Un accidente fortuito vino a mejorar nuestra situación.

Uno de los isleños llevaba al pecho una oración impresa en lengua holandés; le preguntamos dónde había adquirido aquel objeto, y nos dio a comprender que en Dory. Al oír pronunciar esta palabra nos alegramos mucho; porque en llegando a dicho puerto podríamos terminar el último acto del drama fantástico del que éramos tristes actores. Para conseguir esto usamos la astucia: les prometimos pagarles bien si querrán acompañarnos a Dory, donde esperábamos encontrar blancos, o al menos hombres civilizados que nos diesen algún auxilio en la situación en que nos hallábamos.
Nuestra proposición fue aceptada. Custro días después partimos para Saucris y de allí para Ambarbacan, donde nos vimos obligados a detenernos. Alcabo de cuatro días que nos parecieron siglos, llegamos a Dory o Dorea, donde encontramos al digno misionero M. Ottow. Felizmente acudió sin tardanza a nuestro auxilio, pues ya los negros se disponían a vendernos como esclavos y sabe Dios la suerte que nos estaba reservada.

M. Ottow y su mujer nos recibieron con sin igual benevolencia; tuvieron con nosotros los más solícitos cuidados y nos asistieron como un padre y una madre asistirían a sus propios hijos.

El día de nuestra llegada, que fue el 28 de setiembre, ninguno de nosotros se hallaba en estado de dar diez pasos sin que le sostuvieran, teníamos los pies llenos de heridas; con mucha frecuencia habíamos estado mojados durante muchas horas y la sed había destruido nuestra salud.
Poblado típico

¿Creéis si os digo que hasta hemos comido pedazos de madera hecha rajas? Pues he aquí otro ejemplo de la situación tan miserable en que nos hemos encontrado y que seguramente no habrá sufrido ningún ser humano. Un día cogí el cadáver de un ave de mar que flotaba sobre el Océano: estaba ya en putrefacción y hormigueaban los gusanos; fue inmensa la alegría que nos causó aquel miserable y asqueroso manjar, que dividimos entre todos y que devoramos pareciéndonos excelente. ¡Dios os libre de tener algún día hambre como la que nosotros sufrimos!

Muy lentamente íbamos recobrando las fuerzas con grande alegría de M. Ottow; pero nuestros sufrimientos no habían terminado… las enfermedades no se hicieron esperar mucho; el 11 de octubre tributamos los últimos deberes al marinero Bingston, y teníamos enfermo con pocas esperanzas de vida al marinero Juan Van der Burie; por último, pocos días después caí yo enfermo, y de tanta gravedad, que he visto con mis propios ojos hacer dos féretros, una para el marinero y otro para mí.
Semejante espectáculo no era el más a propósito parta inspirarnos valor. Un letargo profundo en que estuvimos sumidos por espacio de tres o cuatro días, provocó una crisis en nuestra enfermedad y nos salvamos; pero como íbamos cayendo enfermos unos detrás de otros, nos vimos obligados a detenernos muchos meses en la misión.

Luego que todos nos encontramos restablecidos, sentimos vivos deseos, muy naturales, por cierto, de abandonar aquel suelo hospitalario y acercarnos a nuestra patria y familias; pero por desgracia en aquellos días reinaba el monzón del Oeste, y este viento era desfavorable para ir a Ternate: a estos vientos acompaña siempre fuertes aguaceros, y hubiese sido una verdadera locura, en el estado de salud en que nos encontrábamos, ponernos a hacer una travesía en una pequeña chalupa.

El bueno y caritativo misionero nos trataba regiamente; pero no sabíamos cómo matar el tiempo; y nuestros recuerdos nos llamaban a las riberas en que habíamos visto la luz del día.

Durante seis meses y medio, esperamos una ocasión cualquiera para trasladarnos a Ternate; pero como en todo este largo periodo no hubiese llegado ningún vapor, resolvimos aprovechar el monzón del Este que entonces soplaba, para intentar la travesía. Mientras estuvimos en Dory vino otro misionero, M. Gysler, el cual con fraternidad verdaderamente cristiana compartió la carga de nuestra hospitalidad con la familia Ottow.»

Esta es la trágica historia de los náufragos holandeses del Le Constant, contada por su propio capitán, donde se ve hasta dónde puede llegar la capacidad de aguante del ser humano y de lo que es capaz de hacer para sobrevivir.