Simulación del Naufragio del Le Constant |
El propio capitán del buque náufrago, Vystenhoven, marra de
su propia mano este terrible y espantoso acontecimiento:
«El 27 de agosto la
gran chalupa se encontraba frente a la altura de las islas Felem, donde debían
concedernos hospitalidad al día siguiente. Pero no nos atrevíamos a abordar en
aquellas islas por temor a los salvajes, que en todos aquellos archipiélagos
son de la misma raza, y ya nos habían enseñado a desconfiar de ellos. De día en
día nuestras fuerzas se agotaban de una manera visible; nuestra debilidad iba
en aumento, y ya ni teníamos aliento para empuñar el remo; para colmo de males,
tuvimos mucho viento contrario y mar gruesa, y los víveres se nos habían
agotado; ya habíamos devorado pedazos de tela, de cuero, y todo cuanto tuvimos
a mano; y por último, nos vimos obligados a tomar la fatal resolución de
sacrificar a uno de nuestros semejantes para salvar a los demás.
Después de muchos días
de angustias y privaciones de toda especie, en aquella horrible necesidad,
tuvimos que decidirnos por adoptar tan espantosa resolución. Decidimos matar a
un negro de bengala que para nosotros era una verdadera carga, pues se había
negado tenazmente a ayudarnos en el trabajo; debíamos echar a suertes, pero
todos se oponían a que el piloto y yo entrásemos en ellas, y después vinieron
las plegarias. Uno de los marineros decía que su madre era anciana y que no
tenía en el mundo más apoyo que él; otro nos pintaba la aflicción de su mujer y
de sus hijos; en fin, ninguno quería morir: se decidió, pes, sacrificar al
negro. Sin embargo, tomada ya esta resolución, nos faltaba el valor para
ejecutarla, y lo dejamos para el día siguiente, abrigando la esperanza de
encontrar un buque o una isla, con lo cual no nos atormentarían los
remordimientos por haber derramado sangre humana.
El día siguiente pasó
como los demás, sin una vislumbre de esperanza. Cuatro días pasamos así entre
la vida y la muerte… el quinto día, antes de salir el sol, nos era imposible
luchar por más tiempo contra el hambre…sentíamos los síntomas de la rabia, y
matamos al negro.
Después de habernos
comido al negro y roído sus huesos, echamos pajas para ver a quienes tocaban
sus huesos. Los favorecidos por la suerte los tostaron al fuego, y los
devoraron sin dejar un átomo de ellos. Esta horrible escena tuvo lugar el 5 de
setiembre de 1858. Jamás olvidaré aquel horrible festín con el que almorzamos a
las ocho de la mañana del citado día. El mismo día a las once de la mañana
vimos a lo lejos las velas de un gran buque. Un grito unánime se escapó de
nuestros pechos oprimidos. ¡Nos hemos salvado! ¡Nos hemos salvado!
Pero ¡ay, que no debía
ser así! ¡Nuestro destino no estaba cumplido! ¡Todavía no habíamos sufrido
bastante!
Atamos muchos remos
unos a otros, y en la extremidad de este mástil improvisado clavamos una
bandera, con la esperanza de que nuestras señales serían vistas. Vimos perfectamente
pasar el buque a una distancia de cuatro millas.
Nueva Guinea Papua |
Una ligera brisa se
levantó, pero nuestras esperanzas se desvanecieron. Cuando vimos las velas del
buque desaparecer en el horizonte, quedamos sumergidos en la más profunda
desesperación. ¡Oh y qué cruel es ver desaparecer así la última tabla de
salvación! Habíamos hecho todo lo posible por ser vistos por la tripulación del
buque.
Desde aquel momento la
resignación reemplazó al valor, y resolvimos luchar contra nuestra infausta
suerte mientras nos quedase una gota de sangre en las venas, y todos nos
horrorizábamos al pensar que llegaría el día en que uno solo abandonado en la
soledad de los mares sobreviviese a los demás.
Algunos días después,
el 14 de setiembre, un nuevo sacrificio humano ensangrentó nuestro pabellón. Habíamos
pasado nueve días sin otro alimento que nuestros excrementos, ni más bebida que
la orina y la lluvia que de cuando en cuando quería Dios enviarnos. Esta vez
fue la víctima uno de Manila a quien matamos de un pistoletazo.
Mi sangre se hiela
cuando pienso en aquel periodo nefasto y bárbaro de la vida de los hombres
civilizados. ¡Dios libre a los navegantes de sufrir los tormentos que nosotros
hemos padecido!
El 18 de setiembre
terminaron nuestros sufrimientos. Es el día de mi cumpleaños: estaba sentado
rigiendo el timón cuando por la mañana percibí una costa; al punto lo comuniqué
a mis compañeros, que se estremecieron de alegría. Nos encontrábamos en la
Nueva-Guinea o tierra del Japón.
A la hora de mediodía
nos pusimos a pescar sobre la costa, e hicimos una pesca verdaderamente
milagrosa. Yo solo cogí más de quinientos pescados algo más pequeños que los
arenques, y cada uno de mis compañeros cogió también un gran número de ellos. Hambrientos
de no haber comido nada en cuatro días, nos fue imposible esperar a que los pescados
estuviesen fritos o cocidos, y los devoramos crudos con los intestinos y las
escamas, cuyo manjar nos confortó sensiblemente.
Nativos de Nueva Guinea |
El día 21 después de
mediodía, nos acercamos a la costa lo bastante para poder comunicar con los
japoneses, que se presentaban en ella armados de flechas, azagayas y hachas. No
obstante la actitud guerrera de los isleños, que no era la más apropósito para tranquilizarnos,
no pudimos resistir al deseo de desembarcar; tan débiles y exhaustos de fuerzas
nos encontrábamos, que resolvimos entregarnos en sus manos, esperando que la
Providencia no nos abandonaría después de habernos protegido tan visiblemente
hasta entonces.
—Si quieren matarnos,
decíamos, cúmplase la voluntad de Dios. Por otra parte, poco tiempo hubiéramos
podido resistir con la vida que hacía muchas semanas llevábamos.
Luego que
desembarcamos, los japoneses llegaron y entraron en la chalupa: comenzamos a
hablar con los japoneses por medio de gestos, y nos entendíamos bastante bien. Un
accidente fortuito vino a mejorar nuestra situación.
Uno de los isleños
llevaba al pecho una oración impresa en lengua holandés; le preguntamos dónde
había adquirido aquel objeto, y nos dio a comprender que en Dory. Al oír pronunciar
esta palabra nos alegramos mucho; porque en llegando a dicho puerto podríamos
terminar el último acto del drama fantástico del que éramos tristes actores. Para
conseguir esto usamos la astucia: les prometimos pagarles bien si querrán acompañarnos
a Dory, donde esperábamos encontrar blancos, o al menos hombres civilizados que
nos diesen algún auxilio en la situación en que nos hallábamos.
Nuestra proposición
fue aceptada. Custro días después partimos para Saucris y de allí para
Ambarbacan, donde nos vimos obligados a detenernos. Alcabo de cuatro días que
nos parecieron siglos, llegamos a Dory o Dorea, donde encontramos al digno
misionero M. Ottow. Felizmente acudió sin tardanza a nuestro auxilio, pues ya
los negros se disponían a vendernos como esclavos y sabe Dios la suerte que nos
estaba reservada.
M. Ottow y su mujer
nos recibieron con sin igual benevolencia; tuvieron con nosotros los más solícitos
cuidados y nos asistieron como un padre y una madre asistirían a sus propios
hijos.
El día de nuestra
llegada, que fue el 28 de setiembre, ninguno de nosotros se hallaba en estado
de dar diez pasos sin que le sostuvieran, teníamos los pies llenos de heridas;
con mucha frecuencia habíamos estado mojados durante muchas horas y la sed
había destruido nuestra salud.
¿Creéis si os digo que
hasta hemos comido pedazos de madera hecha rajas? Pues he aquí otro ejemplo de
la situación tan miserable en que nos hemos encontrado y que seguramente no
habrá sufrido ningún ser humano. Un día cogí el cadáver de un ave de mar que
flotaba sobre el Océano: estaba ya en putrefacción y hormigueaban los gusanos;
fue inmensa la alegría que nos causó aquel miserable y asqueroso manjar, que
dividimos entre todos y que devoramos pareciéndonos excelente. ¡Dios os libre
de tener algún día hambre como la que nosotros sufrimos!
Muy lentamente íbamos
recobrando las fuerzas con grande alegría de M. Ottow; pero nuestros
sufrimientos no habían terminado… las enfermedades no se hicieron esperar
mucho; el 11 de octubre tributamos los últimos deberes al marinero Bingston, y
teníamos enfermo con pocas esperanzas de vida al marinero Juan Van der Burie;
por último, pocos días después caí yo enfermo, y de tanta gravedad, que he
visto con mis propios ojos hacer dos féretros, una para el marinero y otro para
mí.
Semejante espectáculo
no era el más a propósito parta inspirarnos valor. Un letargo profundo en que
estuvimos sumidos por espacio de tres o cuatro días, provocó una crisis en
nuestra enfermedad y nos salvamos; pero como íbamos cayendo enfermos unos detrás
de otros, nos vimos obligados a detenernos muchos meses en la misión.
Luego que todos nos
encontramos restablecidos, sentimos vivos deseos, muy naturales, por cierto, de
abandonar aquel suelo hospitalario y acercarnos a nuestra patria y familias;
pero por desgracia en aquellos días reinaba el monzón del Oeste, y este viento
era desfavorable para ir a Ternate: a estos vientos acompaña siempre fuertes
aguaceros, y hubiese sido una verdadera locura, en el estado de salud en que
nos encontrábamos, ponernos a hacer una travesía en una pequeña chalupa.
El bueno y caritativo
misionero nos trataba regiamente; pero no sabíamos cómo matar el tiempo; y
nuestros recuerdos nos llamaban a las riberas en que habíamos visto la luz del
día.
Durante seis meses y
medio, esperamos una ocasión cualquiera para trasladarnos a Ternate; pero como
en todo este largo periodo no hubiese llegado ningún vapor, resolvimos
aprovechar el monzón del Este que entonces soplaba, para intentar la travesía. Mientras
estuvimos en Dory vino otro misionero, M. Gysler, el cual con fraternidad verdaderamente
cristiana compartió la carga de nuestra hospitalidad con la familia Ottow.»
Esta es la trágica historia de los náufragos holandeses del
Le Constant, contada por su propio capitán, donde se ve hasta dónde puede
llegar la capacidad de aguante del ser humano y de lo que es capaz de hacer
para sobrevivir.