Mostrando entradas con la etiqueta Guerra de Cuba y Filipinas. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Guerra de Cuba y Filipinas. Mostrar todas las entradas

lunes, 26 de diciembre de 2022

El sargento Hurdisau. La odisea de un héroe en Cuba

Revista La Nación Militar (1899)
En la Revista «La Nación Militar» Nº 5 de 29 de enero de 1899 me encuentro con la historia del Sargento Hurdisau. Uno de tantos de nuestros soldados que sufrieron con extrema gravedad los rigores de una guerra y que aun así, a pesar de las pésimas condiciones que padecían, dieron muestras de una valentía y honor fuera de lo común. Paso a contaros la historia del sargento de Ingenieros Julio Hurdisau como la contaban las crónicas de la época.

Los últimos desastres nacionales han producido en la opinión un desaliento y un pesimismo tan exagerados, que por todas partes existe la idea de la degeneración de la raza, creyéndonos nosotros mismos incapaces para reconquistar lo perdido y colocarnos en el puesto que nos corresponde entre las naciones europeas. Precisamente esas mismas guerras de Cuba y Filipinas, que tantas desgracias nos han proporcionado, han demostrado plenamente el error de los que tal cosa suponen; el soldado español

ha probado en ellas que es ahora el que siempre fue, al que nunca le faltó el valor para arrostrar los mayores peligros y seguir adelante con las más atrevidas empresas. el que hizo alardes de heroísmo cuantas veces se le presentó ocasión para ello.


En momentos de ligero entusiasmo y con el más absoluto desconocimiento de la realidad, se ha pedido al Ejército que entable una lucha desigual, imposible; y el Ejército ha ido al sacrificio sin que se le oiga una queja, sin medios, sin elementos, casi extenuado, y en esas condiciones se ha batido como correspondía a su tradición y a su historia; quiso continuar la lucha; apenas iniciada le ordenaron lo contrario, y obedeció ciegamente. Si hubiese resultado victorioso se multiplicarían las ovaciones; por desgracia no ha sido así, pero tampoco regresa vencido y, sin embargo, se le recibe con marcada frialdad e indiferencia. Si las tropas que midieron con el enemigo sus armas no alcanzaron el triunfo, se debió a la fatalidad, a mil causas que todo el mundo conoce, pero nunca a haber omitido sacrificios, o haberles escaseado el valor. Si los resultados han sido desastrosos, medítese que el Ejército no ha sido más que la víctima.


Allá por el mes de enero de 1897, la prensa describe con notable sencillez el triste fin del poblado de Guisa (Santiago de Cuba), defendido por una pequeña guarnición de infantería y dos cañones de campaña, y que después de varios días de sitio, arrasados los fortines exteriores, inutilizada la artillería, muertos o heridos casi todos sus defensores, y faltos de municiones el resto, caía en poder de numerosas fuerzas insurrectas de Calixto García, que hacían prisioneros a los escasos soldados que quedaron con vida.

En aquel desdichado relato dedicaba unas líneas al sargento de ingenieros Julio Hurdisau, jefe de la estación heliográfica, que con un cabo y tres soldados telegrafistas no desatendió por un momento siquiera, durante el sitio, su importantísima misión, a la par que defendió la torre hasta que fue destruida por un proyectil de la artillería enemiga.


En los últimos momentos de aquella heroica jornada, cuando el enemigo se acercaba al destacamento, cuya defensa se hacía ya imposible, el valiente sargento, herido de un casco de granada, y falto de fuerzas para mover la palanca del manipulador, pero sobrado de corazón, transmitía a la estación de Bayamo, el siguiente despacho:


Enemigo sigue bombardeando esta torre. -Transmito noticia desde el foso. - Dos piezas hacen fuego contra esta torre. – Dentro del pueblo tiran otras cuatro piezas. - Estoy herido de granada. - El cabo grave. - No puedo más. HURDISAU. -


Calixto García Íñiguez
La elocuencia del telegrama anterior hace inútil y excede a cuantos aplausos pudieran tributársele. Esas líneas en las cuales el moribundo sargento, se despedía de sus compañeros, a los que seguramente no soñaría ver más, llevan envuelta una idea de abnegación y cumplimiento del deber que jamás se podrá superar. El sargento Hurdisau cumplió el solemne juramento prestado ante la bandera, de defenderla hasta perder la última gota de su sangre. El Cuerpo de Ingenieros y el Ejército entero, deben enorgullecerse de contar en sus filas al héroe Hurdisau cuyo honroso proceder es digno de gloria imperecedera y debe servir de estímulo y ejemplo. El infante que defiende el puesto confiado hasta perder su vida, el artillero que permanece al lado de sus piezas, mientras puede servirlas, o el jinete que se lanza veloz a la carga contra el enemigo, aun seguro de encontrar en su carrera muerte cierta, son por igual admirables; tan héroe es el uno como el otro, pero todos al morir mueren matando, y esto ... aunque no debiera serlo, siempre es un consuelo; más el que despreciando el fuego, y viendo que se acerca el momento de su muerte, cumple mientras le queda una gota de sangre esa sagrada, pero deslucida misión, es más admirable todavía, revela un corazón más entero, realiza a mi entender un hecho más heroico, si caben grados en el heroísmo; llega a lo sublime ...


La noticia del sitio de Guisa se supo por el heliógrafo en Bayamo con algunos días de anticipación a la entrada de los insurrectos en el pueblo; pero las dificultades de la marcha y el pésimo estado del camino impidieron a la columna de socorro llegar a tiempo para auxiliar al pequeño destacamento, y sólo encontraron en el poblado las huellas del salvajismo y de la barbarie que por donde pasaban los insurrectos iban quedando.


Nada volvió a saberse de los prisioneros de Guisa, de cuya suerte nadie se ha preocupado (por creer segura su muerte), hasta que terminada la guerra con los Estados Unidos, han sido entregados varios de ellos, entre los cuales se cuenta Hurdisau, a las autoridades españolas de Holguín, desde cuya plaza fueron enviados a la Habana.

La presencia de Hurdisau en su antiguo batallón, donde ya había sido dado de baja, produjo general sorpresa, y el olvidado sargento, después de ocho meses de insufrible cautiverio, se encuentra entre sus compañeros.

Entrega de prisioneros al finalizar la guerra


Dificultades administrativas y económicas que no son de extrañar, dada la situación anómala de Cuba en estos meses anteriores a la entrega de la isla, han impedido que Hurdisau pueda cobrar sus haberes, alcances y demás cantidades que hubieran podido corresponderle durante los meses que permaneció en poder de los mambises, hallándose actualmente enfermo de cuerpo y alma, sin recursos y aun sin ropas en un hospital de la Habana, ansiando llegue el momento de regresar a la patria, que con tanto valor defendió, y abrazar sus padres y compañeros, entre los cuales encontrará, seguramente, la tranquilidad y cuidado de que se halla tan necesitado.


Dados los sentimientos de justicia en que siempre se ha inspirado el Excmo. Sr. Ministro de la Guerra, tenemos la seguridad de que no quedará sin el premio merecido la heroica conducta y méritos del sargento Hurdisau, acreedor a la admiración y respeto de cuantos se tengan por buenos españoles y al agradecimiento eterno de su patria.

miércoles, 21 de diciembre de 2016

La defensa a ultranza de la Torre CoIón. Cuba. 24 de Febrero de 1871

Torre defensiva española en Cuba
Los hechos que se cuentan a continuación ocurrieron en el transcurso de la primera guerra separatista cubana conocida como Guerra de los Diez Años o Guerra Grande (1868-1878).

En la zona de Camagüey, su capital Puerto Príncipe, se veía constantemente sometida a bloqueos por parte de los insurrectos quienes cortaban la línea férrea que la unía con el puerto de Nuevitas por donde se comunicaba con el resto de la isla. Era de vital importancia evitar la interrupción del ferrocarril, y con este motivo se construyeron 6 fortines-torre a lo largo del recorrido para  evitar que la inutilizaran.

Estos fuertes consistían  en una torre de dos pisos hecha con troncos y mampostería y con un techo de cinc, estando en el piso superior la torre de vigilancia. Todo el conjunto estaba rodeado de un pequeño foso, sin agua, y defendido por una guarnición de 20 a 30 hombres, en el mejor de los casos, en ocasiones eran menos.

La Torre Colón estaba situada a pocos kilómetros de Puerto Príncipe y su guarnición la componían 25 hombres del batallón de cazadores Chiclana nº 7, al mando del alférez don Cesáreo Sánchez, y tres paisanos que se habían presentado del campo enemigo. No contaban con más medios de defensa que las endebles tablas de madera de la torre, sus propios cuerpos y los viejos fusiles de avancarga que por aquel entonces utilizaba el ejército de Cuba.

Situación de las Trochas y marcada en círculo la zona donde se desarrolaron los hechos

En la mañana del 24 de febrero de 1871, el centinela que estaba situado en lo alto de la torre de vigilancia, dio el aviso a sus compañeros de que numerosas fuerzas enemigas, desplegadas por pelotones, estaban rodeando la torre. Inmediatamente se colocaron todos en sus puestos para defender el reducto.


Insurrectos cubanos
Los insurrectos eran, aproximadamente, unos 500 hombres armados y un número aún mayor desarmados quienes bajo las órdenes de los cabecillas Agramonte, Mendoza, Espinosa y alguno más se disponían a atacar la torre. Los atacantes formaron tres líneas o escalones: el primero estaba formado por negros provistos de machete y cargados de faginas, para romper la empalizada de madera que rodeaba al foso y cegar éste; el segundo, formado por infantes a pie haciendo fuego, y el tercero por jinetes que también hacían fuego desde sus caballos sobre la débil fortificación española y desde la que respondían los bravos soldados del Chiclana.

El primer ataque fue muy duro ya que los insurrectos rompieron la empalizada, cegaron el foso y trataron de incendiar el fuerte mediante el lanzamiento de ramas encendidas, pero fueron rechazados por el arrojo de los defensores que consiguieron ocupar el foso y los alrededores de la torre y evitar que se quemaran las tablas que los protegían.

La defensa de la línea ferrea era primordial para asegurar los suministros,
os transportes de tropas y las comunicaciones
Continuaba el ataque y las balas atravesaban los débiles muros de madera del fuerte. En un momento del combate fue herido el sargento Fernández y muertos los cabos Herrero y Suárez y también heridos, el cabo Brías, que recibió tres balazos, y el alférez Sánchez, al que le atravesaron el muslo. A la hora ya había dos muertos más y el número de heridos se elevaba a 13, quedando sanos, aunque con pequeñas contusiones los ocho o diez restantes.

Sodados españoles durante la Guerra de Cuba
El alférez, que no podía ponerse en pie, se recostó sobre la puerta, que se abría por los balazos que impactaban sobre ella, hacha en mano para morir matando. Los restantes heridos cargaban los fusiles que iban entregando a los sanos, y así sostenían el fuego. Pronto comenzaron a escasear las municiones y si se llegaba a carecer de ellas será la perdición de todo el destacamento. En esta tesitura el corneta Máximo Garrido Andreu, salió de la torre,  y arriesgando su vida consiguió atravesar las líneas enemigas y llegar a Puerto Príncipe y dar aviso. Inmediatamente acudieron en su auxilio fuerzas de ingenieros, caballería y guerrillas que llegaron a tiempo de salvarlos,  que ya no tenían útiles nada más que cinco fusiles al rojo vivo y muy pocos cartuchos. El enemigo al ver la llegada de refuerzos a los españoles se retiró dejando muchos cadáveres y llevándose en carretas más de 100 muertos y heridos. El destacamento español tuvo cuatro muertos y doce heridos, entre ellos uno de los paisanos.

El alférez Sánchez fue ascendido a capitán y recompensado con la Cruz Laureada de San Fernando, y los supervivientes con las cruces rojas pensionadas que les fueron impuestas en un acto solemne en Puerto Príncipe el 19 de abril de 1872.


Relato original en la Ilustración de Militar de 28 de febrero de 1907

miércoles, 13 de octubre de 2010

Los últimos de Filipinas. El Sitio de Baler


En 1896 comienzan los últimos disturbios contra el gobierno colonial, pero como se concentran en Manila y alrededores, lugares como el Distrito el Príncipe, eran considerados tranquilos.
Baler, capital de este distrito, se encuentra al sur de una cala, rodeada de montañas y un río y, a pesar de estar cerca de Manila, sus comunicaciones, tanto terrestres como marítimas, eran muy difíciles. En aquella época, el pueblo se componía de una iglesia, la casa del gobernador y barracones para la tropa, además de las viviendas de los nativos. La guarnición consistía en un cabo y cuatro guardias civiles.
En agosto de 1897, el gobernador, preocupado por los rumores que circulaban acerca de la posibilidad de un ataque de los insurgentes para obtener armas y municiones y tras investigar sin resultados, solicita ayuda y la guarnición se refuerza con un destacamento de cazadores de 50 hombres al mando del Teniente José Mota.
Mota y sus hombres llegan a Baler el 20 de septiembre, se instalan en los edificios del pueblo y, como única precaución, ponen un vigía en la plaza. El 5 de octubre, la guarnición es asaltada por una gran fuerza de sublevados que salen de la selva circundante a primeras horas de la mañana, sorprenden a la tropa durmiendo, matan y hieren a gran parte de la misma y huyen rápidamente llevándose prisioneros, armas y municiones.
El 12 de febrero llega a Baler el destacamento de los Tenientes Juan Alonso Zayas y Saturnino Martín Cerezo junto al recién nombrado Gobernador Político-Militar de El Príncipe, el Capitán de Infantería, Enrique de las Morenas y Fossi. Con ellos llega también el supervisor provisional del Cuerpo Médico con la misión de poner en marcha el hospital que había sido destruido.
En cuanto la marea lo permite, las tropas de Génova y Roldán parten hacia Manila en la embarcación que había traído al destacamento y sus provisiones, que serían las últimas que recibirían del ejército. Si bien tenían municiones suficientes, la cantidad de raciones era escasa y además, la mayor parte de las que habían dejado almacenadas en la iglesia las tropas relevadas, estaban en mal estado.
Mientras tanto, al otro lado del mundo, un extraño incidente sirve de excusa para el inicio de la guerra entre Estados Unidos y España. El 15 de febrero una explosión hace zozobrar al acorazado Maine, cuando se encontraba en el puerto de La Habana, Cuba, y la potencia emergente, deseosa de obtener las últimas colonias que le quedaban a España, culpabiliza a ésta del incidente.
Dos días más tarde, por la mañana, Martín Cerezo salió de patrulla con 14 hombres, sin novedad, mientras los que no estaban de guardia recogían el agua que quedaba en las casas del pueblo para llevarla a la iglesia. Al día siguiente, la patrulla sale al mando de Alonso, comandante del destacamento, y uno de los soldados deserta. La tropa continúa con el acondicionamiento de la iglesia, demoliendo parte de la antigua vivienda del cura, almacenando la madera obtenida e intentando hacer un corral, dejando intacta la base del muro. Cerezo llevó cuatro caballos para poder tener carne en caso de necesidad pero tanto la tropa, como Alonso, como el capitán se negaron y los soltaron.
La mañana del día 30 de junio le toca a Cerezo el turno de patrulla. Al llegar al Puente de España, al oeste del pueblo, un grupo de insurrectos que se encontraban apostados en la ribera del río comienza a disparar contra la patrulla, intentando rodearla. Estos no tienen otra opción que volver a la iglesia para ponerse a cubierto mientras llevan como pueden al cabo Jesús García Quijano, herido en el pie, comenzando así el sitio.
En la iglesia habían encontrado varios cañones viejos, pero sin accesorios ni carro para transportarlos. Mezclaron los explosivos de algunos cohetes rotos con la pólvora de algunos cartuchos de los fusiles Remington y pusieron parte de la mezcla y las balas en uno de los cañones más pequeños, que llevaron a uno de los disparaderos que habían construido en el antiguo convento, ahora, el corral, y colgaron la parte trasera de una viga, con una cuerda que les permitía variar el ángulo de tiro. Con una larga caña de bambú con fuego en el extremo, consiguieron disparar el cañón, que hizo temblar los cimientos del corral.
Los insurrectos enviaban casi a diario mensajes a los sitiados y, un día, uno de los mensajes fue entregado por dos españoles. Algunos soldados creyeron reconocer a uno de ellos como uno de los guardias civiles del destacamento de Mota, que había comandado el puesto de Carranglan. El asistente de Alonso, Jaime Caldentey aseguró que era un paisano y amigo suyo de Mallorca. Alonso indicó a Jaime que debía decir a los enviados que tenían suficientes provisiones y municiones para aguantar y éste se dirigió a ellos en mallorquín. El guardia, fingiendo no conocer el idioma, le dijo que estaban perdidos y que si continuaban con su resistencia, acabarían muertos, porque todas las tropas peninsulares se habían rendido y no iban a recibir refuerzos. Al oír esto, Martín Cerezo contestó que el que estaba perdido era él, y que se fuera de allí.
El soldado Francisco Rovira Mompó, enfermó de beriberi –enfermedad producida por falta de vitamina B-, y murió de disentería el 30 de septiembre, día en el que llegaron nuevas noticias a la iglesia en forma de carta del Gobernador Civil de Nueva Écija, Dupuy de Lôme. En ella, informaba a Las Morenas, que conocía a Dupuy y afirmaba que la letra era suya, de que se había perdido Filipinas. Más tarde llegaron rumores sobre la rendición del Mayor Juan Génova Iturbe, el Capitán Federico Ramiro de Toledo, el Mayor Ceballos en Dagupan y el General Agustí en Manila. Finalmente, llegó una carta del cura de Palanan, Mariano Gil Atienza, en la que les confirmaba los rumores e intentaba hacerles ver que era inútil seguir resistiendo, porque el archipiélago se había perdido. Sin embargo, los sitiados no dieron crédito al Gobernador de Nueva Écija, ni a los informes oficiales ni al resto de las informaciones recibidas, pensando que se trataba de una treta del enemigo, incrédulos ante el hecho de una pérdida tan rápida del archipiélago.
El Cabo José Chaves Martin y el soldado Ramón Donant Pastor mueren de beriberi el 9 de octubre. Días después cae gravemente herido el doctor Vigil y el día 18 muere el Teniente Juan Alonso Zayas de beriberi, enfermedad que se estaba extendiendo rápidamente entre la tropa, tomando el mando el Teniente Saturnino Martín Cerezo.
Para evitar en lo posible el avance del beriberi, los españoles abrieron varias vías de ventilación, intentando no comprometer la seguridad. A pesar de las medidas tomadas, la mayor parte de la tropa apenas se tenía en pie, por lo que se organizaban guardias de seis horas, en las que los relevos se hacían con ayuda de los soldados sanos, que llevaban a la cama al soldado relevado y colocaban en una silla al nuevo vigía, mientras el cabo de turno, hacía rondas comprobando el estado de los distintos centinelas.
Durante la primera quincena de noviembre murieron los soldados Juan Fuentes Damian, Baldomero Larrode Paracuellos, Manuel Navarro León y Pedro Izquierdo y Arnáiz. El Capitán Las Morenas, a pesar de encontrarse gravemente enfermo, seguía firmando las contestaciones a los filipinos pero ante su inminente muerte, los españoles decidieron enviar la última carta firmada por él con el fin de que, en el futuro, no tuviesen sospechas acerca de su estado. En ella, se invitaba a los insurrectos a rendirse, afirmando que serían tratados benévolamente y amnistiados. Los filipinos contestaron con insultos y amenazas. Finalmente, el 22 por la noche, Enrique de Las Morenas, fallecía de beriberi.
Martín Cerezo contaba, en aquel entonces, con 35 soldados, un trompeta y tres cabos, prácticamente enfermos. Apenas quedaban víveres, aunque había munición suficiente para seguir resistiendo.
Rafael Alonso Mederos se convirtió el 8 de diciembre en una nueva baja del beriberi, pero como era un día festivo en la Infantería Española, Cerezo decidió repartir crepes, café y sardinas entre la tropa, con el fin de disipar, en parte, los efectos de la nueva pérdida. A pesar del estado de las provisiones, los soldados tomaron la salida de la monotonía como una auténtica celebración de la Inmaculada.
Dos días más tarde, el 10 de diciembre, se firma en París el Tratado por el que España cede a Estados Unidos sus colonias en Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam, dándose por finalizada la guerra entre ambos países.
Por su parte, los filipinos continuaban con sus ataques de cañón, pero sin atacar de la manera contundente que podría haber acabado con los españoles. Entre el ruido de los fusiles y cañones, se oían también insultos y gritos de los soldados filipinos, entre ellos, los desertores, que hacían ostentación de su presencia, cosa, que enfurecía a los sitiados. Además, algo que frustraba a los españoles, era que, debido a la maleza que los rodeaba, no eran capaces de ver si realmente causaban bajas entre el enemigo o no.
Para intentar la salida, Cerezo contaba con apenas 20 hombres, que debían arriesgarse a salir a campo abierto ante un enemigo bastante más numeroso, en mejor estado de salud y atrincherado, por lo que la única ventaja con la que podían contar era el factor sorpresa. El teniente llamó al cabo José Olivares Conejero para que seleccionara 14 soldados para llevar a cabo la misión. El comando debía salir por el agujero de la sacristía que daba al foso, rodear la casa más cercana al norte de la iglesia y prenderle fuego con trapos impregnados de gasolina atados al extremo de cañas de bambú. La misión del resto de los hombres era dar cobertura de fuego desde la iglesia.
En torno a las diez y media de la mañana del 14 de diciembre, el cabo y sus hombres salieron de la iglesia según lo planeado. La sorpresa y la velocidad a la que se propagó el fuego por el pueblo, hizo que los filipinos de la zona se retirasen rápidamente. Tras el ataque, la mayor parte del pueblo y las trincheras circundantes fueron destruidas. Los españoles despejaron también la zona sur, lo que les permitió abrir las puertas, que habían permanecido cerradas desde el inicio del sitio e hicieron un claro qué les permitía ver el río, al este, lugar utilizado por los filipinos para el suministro de provisiones y refuerzos.
La acción se llevó a cabo sin ninguna baja por parte de los españoles, aunque la confusión del momento les impidió saber las causadas por ellos, más allá de un centinela calcinado por el fuego y los rumores acerca de la muerte de Cirilo Gómez Ortiz. Con la operación, los sitiados obtuvieron una gran cantidad de calabazas y naranjas de los árboles que había cerca de la iglesia, además de todos los tableros, vigas y varas de metal que pudieron sacar de la Comandancia y una escalera que había quedado abandonada junto al muro tras el último intento de asalto filipino.
El 13 de febrero, murió de beriberi el soldado José Sáus Meramendi y al día siguiente volvieron a sonar las cornetas filipinas llamando a parlamento. Cerezo subió a la torre para ver qué ocurría y vio en una de las casas fortificadas a un trompeta y a un hombre con una bandera blanca. Como los españoles no contestaban, los filipinos hicieron sonar dos veces más el aviso y, al seguir sin obtener respuesta, enviaron a un hombre hacia la iglesia por la Calle General Cisneros.
Cerezo, desde la torre, le dio el alto y éste preguntó si se trataba del Capitán Las Morenas. Cerezo contestó que no, que era uno de los oficiales del destacamento y le preguntó qué quería. El individuo se identificó como el Capitán Miguel Olmedo y aseguró estar allí por orden del Capitán General para hablar con el Gobernador. Cerezo le dijo que De las Morenas no hablaba ni recibía a nadie y que le dijera a él cuál era el mensaje que quería transmitir. Olmedo dijo que traía un comunicado oficial así que Cerezo ordenó a un soldado que saliera a por él. El enviado se negó a entregar el mensaje al soldado porque tenía órdenes de entregarlo en persona y Cerezo fingió retirarse sin atenderlo. Finalmente el enviado cedió y entregó al soldado el mensaje para el gobernador, firmado por Diego de los Ríos y fechado el 1 de febrero de 1899, en el que ordenaba a Enrique de las Morenas que abandonase la plaza, siguiendo las instrucciones de Olmedo, dado que España había cedido la soberanía de las islas a Estados Unidos tras la firma del tratado de paz entre ambos países.
Cerezo observó en la comunicación algunos detalles que no le convencieron acerca de su autenticidad y al volver, dijo al mensajero que el Capitán De las Morenas se había dado por enterado y que podía irse.
Los continuos ataques, cada vez mejor organizados, pretendían acabar definitivamente con el punto de resistencia español.
Pero un nuevo parlamentario llega hasta la iglesia, se identifica como el Teniente Coronel Aguilar Castañeda, perteneciente al Estado Mayor del General de los Ríos. Pequeños detalles hicieron dudar a Martín Cerezo de la autenticidad del nuevo parlamentario: su raro uniforme, sus pocos expresivos documentos de acreditación; e incluso el barco que, visible en la ensenada, aseguraban era para repatriarlos, pensaron, o creyeron ver, era un lanchón tagalo enmascarado como un barco real. Ciertamente los aparatos de observación que poseían no eran de gran calidad y para Martín Cerezo era increíble, que España hubiese abandonado Filipinas como insistentemente le decían. Esto era el factor base de su incredulidad.
Rechazados los argumentos del Teniente Coronel Aguilar, el jefe, perplejo y aburrido, hubo de retirarse sin antes decirle al Teniente: "¡Pero hombre! ¿Qué tengo que hacer para que Vd. me crea, espera que venga el General Ríos en persona?" A ello le contestó el Teniente: "Si viniera, entonces sí que obedecería las órdenes".
Entonces Cerezo reunió a la tropa y les relató cuál era realmente la situación, les propuso una retirada honrosa, sin pérdida de la dignidad y del honor depositado en ellos por España.
Los heroicos defensores, como tropa bien disciplinada, le dijeron a su Teniente que hiciera lo que mejor le pareciera. Ante el asombro de los filipinos, vieron izar en la Iglesia la bandera blanca y oír el toque de llamada. Seguidamente, hizo acto de presencia el Teniente Coronel Jefe de las fuerzas sitiadoras, Simón Tersón, que escuchó a Martín Cerezo y le respondió que formulase por escrito su propuesta, añadiéndole que podrían salir conservando sus armas hasta el límite de su jurisdicción, y luego renunciarían a ellas para evitar malos entendidos.
El escrito que entregó el Teniente Martín Cerezo decía: "En Baler a 2 de junio de 1899, reunidos jefes y oficiales españoles y filipinos, transigieron en las siguientes condiciones: Primera: Desde esta fecha quedan suspendidas las hostilidades por ambas partes. Segunda: los sitiados deponen las armas, haciendo entrega de ellas al jefe de la columna sitiadora, como también de los equipos de guerra y demás efectos del gobierno español; Tercera: La fuerza sitiada no queda como prisionera de guerra, siendo acompañada por las fuerzas republicanas a donde se encuentren fuerzas españoles o lugar seguro para poderse incorporar a ellas; Cuarta: Respetar los intereses particulares sin causar ofensa a personas".
Y así, honorablemente, dio fin tras 337 días de asedio el "Sitio de Baler". Una vez arriada la bandera, el corneta tocó atención y aquellos valientes se aprestaron a abandonar su reducto. Los Tenientes Martín Cerezo y Vigil de Quiñones, enarbolando la Bandera Española, encabezaban una formación de soldados agotados, que de tres en fondo, y con armas sobre el hombro, abandonaban el último solar español en el Pacífico, desde marzo de 1521. Le hacían pasillo soldados filipinos en posición de firmes, entre asombrados e incrédulos.
En Manila, la comisión española encargada de recibirlos, los alojó en el Palacio de Santa Potenciana, antigua Capitanía General. La colonia española los colmó de homenajes y regalos. En una de las recepciones, el Teniente Martín Cerezo recibió el abrazo del Teniente Coronel Aguilar que en son de broma le dijo: "Y ahora, ¿me reconoce Ud.?". A lo que contestó el teniente "Sí, señor. Y más me hubiera valido haberlo hecho entonces".
Por fin, el 29 de julio de 1899, embarcaron en el vapor "Alicante" camino de España, llegando a Barcelona el 1 de septiembre, siendo recibidos por las autoridades civiles y militares.
Los llamados "Los últimos de Filipinas" fueron 1 Teniente de Infantería, 1 Teniente Médico, 2 Cabos, 1 Trompeta y 28 Soldados.
Así terminó la gesta, que cerraba el ocaso de un Imperio de 400 años, defendido con el esfuerzo y la sangre de tantos españoles que dieron su cultura y su religión.
Foto: Los supervivientes del Sitio de Baler, llamados “Los últimos de Filipinas”, a su llegada a Barcelona el 1 de septiembre de 1899.