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viernes, 27 de enero de 2023

EL BATALLÓN DE CAZADORES LA PALMA, NÚMERO 20.

Vista parcial de Sta. Cruz de la Palma
Hoy os traigo un artículo sobre la celebración del día de la Patrona de Infantería del Batallón de Cazadores de la Palma Núm. 20 que he encontrado en una publicación de 1910. Me ha hecho una ilusión tremenda, puesto que yo he sido miembro del Batallón de la Palma ochenta y siete años después y se mantenía intacto ese espíritu que se respira en las unidades de infantería en la celebración del día de la Inmaculada. Con este artículo quiero mandar un guiño afectuoso a todos los que han pasado, desde entonces, por el Batallón de La Palma.

He aquí cómo describe un periódico local las brillantes fiestas con que ha solemnizado el 20 de Cazadores de nuestro Ejército, el día de la Patrona de la Infantería en el año 1910:

«Las fiestas organizadas por el Batallón Cazadores La Palma, número 20, y realizadas en los días 7 y 8 de este mes, se han apartado muy mucho de lo vulgar, de lo corriente, de aquello a que estábamos acostumbrados en tales fiestas. Estas, las de ahora, han sido, la gallarda expresión de patriotismo, prueba inconcusa de cultura y solidaridad.

De cultura entre las clases inferiores del elemento militar, cultura fomentada por los superiores, y de estrecha solidaridad entre los hijos de España nacidos en el viejo solar de Iberia y los que han visto la luz en la Benahoare de los guanches.

Identificados el Ejército y el pueblo, el Batallón y los palmeros, predominó una inspiración común, exteriorizándose un anhelo único: el de honrar la Patria en forma tal que perdurase el recuerdo de la honra con sus enaltecedores y fraternales propósitos.

Comenzaron los festejos en las primeras horas de la noche del día 7. Y los inició una lucida retreta militar a cuyo frente, jinetes en briosos corceles, iban cinco Oficiales portando en la diestra una artística farola. Les seguían los soldados en columna llevando farolillos con los colores nacionales, los que semejaban movible y brillante bandera española, que avanzaba como guiando a la carroza alegórica, magnífica, severa, semejando almenado castillo bajo cuya amplia arcada, iluminada por la luz eléctrica, destacaba un interesante y simbólico grupo: España, representada por la simpática señorita Ofelia Nieto, y La Palma y el Batallón por Isabelita y Jerónimo Acevedo, dos lindos niños siempre dispuestos a prestar su concurso en toda manifestación de patriotismo.

En los sitios más espaciosos, la tropa, dirigida por el popular e ilustrado Oficial Sr. Pérez Andreu, ejecutó artísticos movimientos que, vistos a la luz de infinitas bengalas, tenían mucho de fantásticos.

Velada del Batallón La Palma 20 en
el Teatro de Sata. Cruz de la Palma
A las nueve dio comienzo en el teatro la espléndida velada. Nuestro coliseo, engalanado como nunca: flores, luces y colores, y una pléyade de bellas y elegantes mujeres luciendo sus encantos en las plateas y los palcos. En las columnas, medallones orlados de rosas ostentando gloriosos nombres: Velarde, Moreno, Ruiz, Cervantes, Prim, Vara de Rey...

Y entre estos nombres y otros no menos dignos de la fama, el de nuestro Tanausú, heroico, grande, generoso, noble. Escribiéndolo en el recinto de una fiesta militar española, honrándolo, porque significa patriotismo, amor al terruño, valor y sacrificio, se ha negado pública y solemnemente por quienes tienen sobrados títulos para hacerlo, que la exaltación de la raza guanchinesca, nuestro culto a la memoria de los Tinerfes, Tinguaros y Bencomos, constituya tendencia de separatismo, ni prueba de desafecto a la Nación civilizadora, como han dado en decir unos cuantos degenerados escritores faltos de inteligencia y de sentimiento para comprender que el alma canaria, si se levanta airadamente ante la innoble acción de la Fuente del Pino, inclínase admirada y respetuosa en presencia de un Guzmán el Bueno, de un Daoiz y de un Noval.

¡Honor a las grandes figuras de la Patria cuyos nombres llenaban espiritualmente el teatro! ¡Gloria al guanche inmortal que tiene una lápida fijada en lo más alto del recinto inexpugnable de Aceró!

Se dio principio al espectáculo con una sinfonía ejecutada por la charanga del Batallón, que ocupaba el escenario, siguiéndole una sentida y patriótica salutación leída por su autor, el Oficial Sr. Espinosa. Luego la representación del drama de Maeterlinck, La intrusa.

La segunda parte la constituyó el coro de rancheros de la zarzuela El Cabo Primero. Apenas extinguidas las notas de la fantasía, se presentó en escena el poeta gallego D. Lisardo R. Barreiro, para leernos magistralmente su magnífico romance El soldado gallego. Oyendo al inspirado y tierno cantor de la vieja Suevia, vimos, a través de la Historia, las épicas hazañas del puente de Sampayo, oímos las melodías de la gaita, y experimentamos las tristezas que la morriña engendra en las almas de todos los gallegos.

La tercera y última parte la constituyeron la zarzuela La marcha de Cádiz y el sainete cómico-lírico Chateaiix-Margueaitx.

Don José de la Torre y Castro,
Teniente Coronel, Primer Jefe del Batallón
de  Cazadores La Palma Núm. 20
Y como fin de la inolvidable fiesta, un hermoso discurso pronunciado por el culto Oficial Sr. Rojas, en el instante que formaba semicírculo en el escenario el orfeón militar, teniendo en el centro una matrona: España, tremolando su sagrada bandera, a cuyo pie se hallaba tendido el león, y el vibrante himno a la enseña española, oído en pie, por la concurrencia, por mujeres y hombres, unidos en el culto de la Patria querida.

¿A qué decir que hubo aplausos estruendosos y ovaciones merecidas? Estas manifestaciones, nacidas de la labor artística desplegada en función patriótica, no pudieron menos de repetirse muchas veces. Muy a la ligera, porque esta crónica se va haciendo muy extensa, relataremos los festejos del día 8, efectuados en el cuartel, antiguo caserón que fue convento, morada de frailes, y hoy es recinto que ocupan soldados, transformado en edificio higiénico, soleado, de blancas paredes, ordenado, de agradable aspecto, revelador de los cuidados exquisitos de los Jefes y Oficiales del Batallón que lo ocupa.

Consistieron esos festejos en la otorgación pública de premios a los Sargentos, Cabos y Soldados que se distinguieron por sus trabajos literarios, de orden patriótico; a los individuos de la charanga, por las piezas musicales de que eran autores; y a los primeros tiradores del Cuerpo. Fin de estos actos fue la solemne entrega a las Compañías, representadas por sus Capitanes y Tenientes, de un magnífico cuadro con el retrato del heroico Cabo Noval. Antes escuchamos una patriótica y elocuente arenga del señor Teniente Coronel D. José de la Torre Castro, Primer Jefe del Batallón.

El Coronel Comandante militar de la isla, Sr. Nájera, que presidía, puso término a la solemnidad de los actos con frases de enaltecimiento para la obra realizada por el Batallón Cazadores La Palma, número 20.

Festejos en el patio del cuartel
el día de la Patrona
Hasta las cinco, hora del rancho extraordinario, estuvieron los soldados entregados a ejercicios y juegos que hicieron pasar horas agradables a la numerosa concurrencia que ocupaba las galerías y gran parte del espacioso patio del cuartel. La alegría era general, espontánea la risa al trepar los soldados a la cucaña y en las carreras de saco.

¿Y qué decir de la verbena? Que el patio, adornado e iluminado con gusto, ofrecía sorprendente aspecto; que la juventud bailó rigodones y vals, y qué todos los invitados fueron obsequiados con esplendidez.

Y da por terminada su misión el cronista, con una franca enhorabuena al Comandante Sr. Alcalá Galiano, Presidente de la Comisión de festejos, y diciendo al señor de la Torre: Debéis estar satisfecho y orgulloso de vuestra obra. Así se educa al soldado, así se hace Patria, así se alcanza que militares y paisanos se llamen con satisfacción: españoles.»

La Ilustración Militar, nº 144, de 30 de diciembre de 1910

lunes, 18 de abril de 2016

El naufragio del mercante holandés “Le Constant”. Una terrible historia

Simulación del Naufragio del Le Constant
La historia que os voy a contar es una de las historias más terribles que hayan podido vivir unos marineros a finales del siglo diecinueve cuando el buque Le Constant naufragó en los mares de la India en 1858.
El propio capitán del buque náufrago, Vystenhoven, marra de su propia mano este terrible y espantoso acontecimiento:

«El 27 de agosto la gran chalupa se encontraba frente a la altura de las islas Felem, donde debían concedernos hospitalidad al día siguiente. Pero no nos atrevíamos a abordar en aquellas islas por temor a los salvajes, que en todos aquellos archipiélagos son de la misma raza, y ya nos habían enseñado a desconfiar de ellos. De día en día nuestras fuerzas se agotaban de una manera visible; nuestra debilidad iba en aumento, y ya ni teníamos aliento para empuñar el remo; para colmo de males, tuvimos mucho viento contrario y mar gruesa, y los víveres se nos habían agotado; ya habíamos devorado pedazos de tela, de cuero, y todo cuanto tuvimos a mano; y por último, nos vimos obligados a tomar la fatal resolución de sacrificar a uno de nuestros semejantes para salvar a los demás.

Después de muchos días de angustias y privaciones de toda especie, en aquella horrible necesidad, tuvimos que decidirnos por adoptar tan espantosa resolución. Decidimos matar a un negro de bengala que para nosotros era una verdadera carga, pues se había negado tenazmente a ayudarnos en el trabajo; debíamos echar a suertes, pero todos se oponían a que el piloto y yo entrásemos en ellas, y después vinieron las plegarias. Uno de los marineros decía que su madre era anciana y que no tenía en el mundo más apoyo que él; otro nos pintaba la aflicción de su mujer y de sus hijos; en fin, ninguno quería morir: se decidió, pes, sacrificar al negro. Sin embargo, tomada ya esta resolución, nos faltaba el valor para ejecutarla, y lo dejamos para el día siguiente, abrigando la esperanza de encontrar un buque o una isla, con lo cual no nos atormentarían los remordimientos por haber derramado sangre humana.

El día siguiente pasó como los demás, sin una vislumbre de esperanza. Cuatro días pasamos así entre la vida y la muerte… el quinto día, antes de salir el sol, nos era imposible luchar por más tiempo contra el hambre…sentíamos los síntomas de la rabia, y matamos al negro.

Después de habernos comido al negro y roído sus huesos, echamos pajas para ver a quienes tocaban sus huesos. Los favorecidos por la suerte los tostaron al fuego, y los devoraron sin dejar un átomo de ellos. Esta horrible escena tuvo lugar el 5 de setiembre de 1858. Jamás olvidaré aquel horrible festín con el que almorzamos a las ocho de la mañana del citado día. El mismo día a las once de la mañana vimos a lo lejos las velas de un gran buque. Un grito unánime se escapó de nuestros pechos oprimidos. ¡Nos hemos salvado! ¡Nos hemos salvado!

Pero ¡ay, que no debía ser así! ¡Nuestro destino no estaba cumplido! ¡Todavía no habíamos sufrido bastante!

Atamos muchos remos unos a otros, y en la extremidad de este mástil improvisado clavamos una bandera, con la esperanza de que nuestras señales serían vistas. Vimos perfectamente pasar el buque a una distancia de cuatro millas.
Nueva Guinea Papua
El viento que nos empujaba por detrás reanimaba nuestras esperanzas y nuestras fuerzas; todos nos pusimos a remar…pero fue en vano. El buque que podía salvarnos pasó adelante.

Una ligera brisa se levantó, pero nuestras esperanzas se desvanecieron. Cuando vimos las velas del buque desaparecer en el horizonte, quedamos sumergidos en la más profunda desesperación. ¡Oh y qué cruel es ver desaparecer así la última tabla de salvación! Habíamos hecho todo lo posible por ser vistos por la tripulación del buque.

Desde aquel momento la resignación reemplazó al valor, y resolvimos luchar contra nuestra infausta suerte mientras nos quedase una gota de sangre en las venas, y todos nos horrorizábamos al pensar que llegaría el día en que uno solo abandonado en la soledad de los mares sobreviviese a los demás.
Algunos días después, el 14 de setiembre, un nuevo sacrificio humano ensangrentó nuestro pabellón. Habíamos pasado nueve días sin otro alimento que nuestros excrementos, ni más bebida que la orina y la lluvia que de cuando en cuando quería Dios enviarnos. Esta vez fue la víctima uno de Manila a quien matamos de un pistoletazo.

Mi sangre se hiela cuando pienso en aquel periodo nefasto y bárbaro de la vida de los hombres civilizados. ¡Dios libre a los navegantes de sufrir los tormentos que nosotros hemos padecido!

El 18 de setiembre terminaron nuestros sufrimientos. Es el día de mi cumpleaños: estaba sentado rigiendo el timón cuando por la mañana percibí una costa; al punto lo comuniqué a mis compañeros, que se estremecieron de alegría. Nos encontrábamos en la Nueva-Guinea o tierra del Japón.

A la hora de mediodía nos pusimos a pescar sobre la costa, e hicimos una pesca verdaderamente milagrosa. Yo solo cogí más de quinientos pescados algo más pequeños que los arenques, y cada uno de mis compañeros cogió también un gran número de ellos. Hambrientos de no haber comido nada en cuatro días, nos fue imposible esperar a que los pescados estuviesen fritos o cocidos, y los devoramos crudos con los intestinos y las escamas, cuyo manjar nos confortó sensiblemente.

Nativos de Nueva Guinea
Cogimos una gran cantidad de pescado, que no pudimos agotarla. Este fue el primer acontecimiento feliz que tuvimos desde el día en que nos vimos arrojados a la inmensidad del Océano, que hasta entonces parecía extender sus límites hasta lo infinito para no dejar escapar su presa.

El día 21 después de mediodía, nos acercamos a la costa lo bastante para poder comunicar con los japoneses, que se presentaban en ella armados de flechas, azagayas y hachas. No obstante la actitud guerrera de los isleños, que no era la más apropósito para tranquilizarnos, no pudimos resistir al deseo de desembarcar; tan débiles y exhaustos de fuerzas nos encontrábamos, que resolvimos entregarnos en sus manos, esperando que la Providencia no nos abandonaría después de habernos protegido tan visiblemente hasta entonces.

—Si quieren matarnos, decíamos, cúmplase la voluntad de Dios. Por otra parte, poco tiempo hubiéramos podido resistir con la vida que hacía muchas semanas llevábamos.

Luego que desembarcamos, los japoneses llegaron y entraron en la chalupa: comenzamos a hablar con los japoneses por medio de gestos, y nos entendíamos bastante bien. Un accidente fortuito vino a mejorar nuestra situación.

Uno de los isleños llevaba al pecho una oración impresa en lengua holandés; le preguntamos dónde había adquirido aquel objeto, y nos dio a comprender que en Dory. Al oír pronunciar esta palabra nos alegramos mucho; porque en llegando a dicho puerto podríamos terminar el último acto del drama fantástico del que éramos tristes actores. Para conseguir esto usamos la astucia: les prometimos pagarles bien si querrán acompañarnos a Dory, donde esperábamos encontrar blancos, o al menos hombres civilizados que nos diesen algún auxilio en la situación en que nos hallábamos.
Nuestra proposición fue aceptada. Custro días después partimos para Saucris y de allí para Ambarbacan, donde nos vimos obligados a detenernos. Alcabo de cuatro días que nos parecieron siglos, llegamos a Dory o Dorea, donde encontramos al digno misionero M. Ottow. Felizmente acudió sin tardanza a nuestro auxilio, pues ya los negros se disponían a vendernos como esclavos y sabe Dios la suerte que nos estaba reservada.

M. Ottow y su mujer nos recibieron con sin igual benevolencia; tuvieron con nosotros los más solícitos cuidados y nos asistieron como un padre y una madre asistirían a sus propios hijos.

El día de nuestra llegada, que fue el 28 de setiembre, ninguno de nosotros se hallaba en estado de dar diez pasos sin que le sostuvieran, teníamos los pies llenos de heridas; con mucha frecuencia habíamos estado mojados durante muchas horas y la sed había destruido nuestra salud.
Poblado típico

¿Creéis si os digo que hasta hemos comido pedazos de madera hecha rajas? Pues he aquí otro ejemplo de la situación tan miserable en que nos hemos encontrado y que seguramente no habrá sufrido ningún ser humano. Un día cogí el cadáver de un ave de mar que flotaba sobre el Océano: estaba ya en putrefacción y hormigueaban los gusanos; fue inmensa la alegría que nos causó aquel miserable y asqueroso manjar, que dividimos entre todos y que devoramos pareciéndonos excelente. ¡Dios os libre de tener algún día hambre como la que nosotros sufrimos!

Muy lentamente íbamos recobrando las fuerzas con grande alegría de M. Ottow; pero nuestros sufrimientos no habían terminado… las enfermedades no se hicieron esperar mucho; el 11 de octubre tributamos los últimos deberes al marinero Bingston, y teníamos enfermo con pocas esperanzas de vida al marinero Juan Van der Burie; por último, pocos días después caí yo enfermo, y de tanta gravedad, que he visto con mis propios ojos hacer dos féretros, una para el marinero y otro para mí.
Semejante espectáculo no era el más a propósito parta inspirarnos valor. Un letargo profundo en que estuvimos sumidos por espacio de tres o cuatro días, provocó una crisis en nuestra enfermedad y nos salvamos; pero como íbamos cayendo enfermos unos detrás de otros, nos vimos obligados a detenernos muchos meses en la misión.

Luego que todos nos encontramos restablecidos, sentimos vivos deseos, muy naturales, por cierto, de abandonar aquel suelo hospitalario y acercarnos a nuestra patria y familias; pero por desgracia en aquellos días reinaba el monzón del Oeste, y este viento era desfavorable para ir a Ternate: a estos vientos acompaña siempre fuertes aguaceros, y hubiese sido una verdadera locura, en el estado de salud en que nos encontrábamos, ponernos a hacer una travesía en una pequeña chalupa.

El bueno y caritativo misionero nos trataba regiamente; pero no sabíamos cómo matar el tiempo; y nuestros recuerdos nos llamaban a las riberas en que habíamos visto la luz del día.

Durante seis meses y medio, esperamos una ocasión cualquiera para trasladarnos a Ternate; pero como en todo este largo periodo no hubiese llegado ningún vapor, resolvimos aprovechar el monzón del Este que entonces soplaba, para intentar la travesía. Mientras estuvimos en Dory vino otro misionero, M. Gysler, el cual con fraternidad verdaderamente cristiana compartió la carga de nuestra hospitalidad con la familia Ottow.»

Esta es la trágica historia de los náufragos holandeses del Le Constant, contada por su propio capitán, donde se ve hasta dónde puede llegar la capacidad de aguante del ser humano y de lo que es capaz de hacer para sobrevivir.

martes, 24 de noviembre de 2015

La Marsellesa, la historia de un himno de guerra

Momento en que Rouget de I'Isle está componiendo
La Marsellesa de Jean Paul Auguste de Pinell
El más famoso himno guerrero y patriótico del mundo no nació en Marsella como todo el mundo cree sino que lo hizo en Estrasburgo como himno de los ejércitos del Rin. Esta es la historia de “La Marsellesa”.

El 20 de abril de 1792, la Asamblea Legislativa del Reino de Francia declara la guerra  al rey de Bohemia y Hungría. El 25 de abril en Estrasburgo, se notifica la declaración de guerra al mariscal Nicolas Luckner, comandante del Ejército del Rin, por parte del alcalde, barón Philip Fréderic Dietrich, quien manifiesta el deseo de que se creara un canto o himno que sustituyera al tradicional canto Ça ira, por encontrarlo demasiado festivalero.

Entre los asistentes a la recepción en casa del alcalde se encontraba el capitán de ingenieros Claude-Joseph Rouget de I’Isle, gran aficionado a la música, a quien el alcalde le pide que cree un himno más acorde con aquel momento histórico.


El mariscal Nicolas Luckner
De regreso a su casa el capitán Rouget, acompañado de su violín compuso en la noche del 25 al 26 de abril la letra y música del Canto de guerra para el Ejército del Rin, dedicado a su comandante el mariscal Luckner.

Al día siguiente el alcalde Dietrich, conocido barítono, lo cantó en su casa delante del mariscal Luckner y fue  aceptado como Canto de guerra del Ejército del Rin. La partitura fue adaptada al piano por la esposa del alcalde y orquestado por el propio Rouget. Fue impreso y distribuido entre los oficiales y la tropa. El domingo 29 de abril en el Patio de Armas se realizó la primera audición pública del Canto de guerra del Ejército del Rin. En solo cuatro días se había creado una canto inmortal.
Barón Dietrich

El éxito fue tal que pronto se difundió por toda Francia. El 17 de junio se cantó en Montpellier durante los funerales del alcalde de Étampes, Monsieur Simoneau, tras los discursos patrióticos. Uno de los testigos de esta ceremonia fue el joven estudiante de medicina Etienne-François Mireur, quien el día 20 marchó a Marsella para unirse como voluntarioi al batallón marsellés que partía hacia París. Tras ser presentado a la Sociadad Jacobina de Marsella, el joven Mireur, el día 22 en el banquete ofrecido a los voluntarios marselleses, tras las arengas de rigor y en medio del silencio general entonó el Canto de guerra del Ejército del Rin de manera tan solemne que todos los asistentes se quedaron impresionados.

Al día siguiente el Journal des Departements Meridionaux publico el texto del Canto de guerra y entregó una copia a cada uno de los voluntarios cuando partían hacia París. Al llegar el batallón a París, tras una marcha de 27 días, el canto fue entusiásticamente por el pueblo que lo llamó la Marsellesa. El propio capitán Rouget de I’Isle lo tituló como el himno de los marselleses cuando lo incluyó en sus Ensayos en Verso y Prosa (1796).

Rouget de I'Isle cantando 
La Marsellesa de Isidore Pils
El himno fue cantado por los revolucionarios que el 10 de agosto de 1792 asaltaron las Tullerías y provocaron la caída de Luis XVI al negarse al firmar en decreto de abolición de la monarquía. El propi autor fue exonerado, denunciado y encarcelado y hubiese rodado su cabeza en la guillotina de no ser por la caída y muerte de Robespierre, el 27 de junio de 1794.

Claude-Joseph Rouget de I'Isle
Pasado el periodo del Terror, Rouget de I’Isle se reincorporó al ejército y participó en la campaña de la Vendée a las órdenes del mariscal Hoche. En 1796, con 36 años, se retiró a su ciudad natal para dedicarse por entero a la música y la literatura. Falleció el 27 de junio de 1836, en Choisy-le-Roi, a los 66 años.

El mariscal Nicolas Luckner, para quien fue compuesta La Marsellesa, fue acusado de traición y murió en la guillotina el 4 de enero de 1794. El barón Philip Fréderic Dietrich, alcalde de Estrasburgo, que fue el primero que la cantó, murió en la guillotina el 5 de marzo de 1793, y el joven estudiante de medicina Etienne-François Mireur, padrino de La Marsellesa,   murió heroicamente en el asalto y conquista de Alejandría, el 8 de junio de 1798.


Como hemos visto más que La Marsellesa, bien podría haberse llamado La Estrasburguesa.  

martes, 8 de septiembre de 2015

El hijo de la Sultana rubia

Sultán Sidi-Mohamed
 (1757-1790)
Siguiendo la ruta de las distintas historias que se cuentan en el Marruecos de la época de la administración española, hoy cuento un episodio que se produjo a finales del siglo XVIII en los tiempos de esplendor del Sultanato marroquí, escrito por uno de nuestros corresponsales militares del momento. Dice así:

Sobre mediados de la centuria décima octava, asentábase bajo el augusto quitasol de los Jerifes, el Sultán Sidi-Mohamed III, hijo de Muley Abdallah, aquel sabio Príncipe, que reinó como soberano en Fez y Marraquesh, en el Sus, el Tafilete y el Tuat y que embaucado por la desaprensión y travesura del mentado enredador político, duque de Riperdá, prestóle el calor de su egregia protección, alzándole hasta el envidiado puesto de Primer Consejero del Imperio.

Apenas Sidi-Mohamed alcanzó el Trono, por muerte de su padre Abdallah, dio evidentes pruebas de como pueden caminar en amigable unión la prudencia del varón justo, la sabiduría del docto imán y la energía del guerrero conductor de pueblos; pues en poco tiempo y sin grandes quebrantos consiguió castigar y disolver la guardia negra de los cien mil, creada por su abuelo Muley Ismail, y que por obra y gracia de su intromisión en la política, llegó a ser mucho más peligrosa a los propios monarcas marroquíes que a sus enemigos interiores y exteriores.
Paso del Sultán

Hubiera sido un Rey perfecto este gran Soberano, si la flaqueza de la carne y su desmesurada afición a las bellezas cristianas, no le acarrearan en las postrimerías de su vida, grandes disgustos por desavenencias conyugales, que al trascender fuera de los muros del harem, ensombrecieron un tanto su reputación de hombre piadoso elegido por el Altísimo para mantener siempre viva la fe del Islam.
Quiso la suerte, que antes de fundar la ciudad de Suera, que nosotros llamamos Mogador y en ocasión de restaurar las murallas de Fez, harto maltratadas por la pesadumbre de los tiempos y la incuria de los hombres, llegase a sus regios oídos la destreza y habilidad en el arte de construir, de un cierto ingeniero, inglés de nación, apellidado Brown y esposo feliz de una linda irlandesita de nacarada tez y áurea cabellera.

Muy sabroso bocado debió parecer a Sidi-Mohamed la gentil ingeniera porque, si bien la historia permanece muda en cuanto a la suerte que caber pudiera al cuitado míster Brown, fenecido acaso por traicionero golpe de un pedrusco mal asentado en su alveolo, su desconsolada viuda encontró presto y eficaz alivio a su pena en los robustos brazos del Monarca Islamita, del que concibió un hijo  varón llamado Muley Yezíd, poco tiempo después de haber sido elevada a la dignidad de Sultana favorita. Este Muley Yezid heredó de su madre el color del pelo, recibiendo el sobrenombre del «Zaar» (el Rojo) y según fue creciendo, demostró un carácter caprichoso y voluble, que más tarde había de ser causa de constantes revueltas en el gobierno del Imperio. Los consejos maternales le hicieron tomar verdadera pasión por todo lo inglés, cuando precisamente el orgullo británico era insoportable para el buen Sultán Sidi-Mohamed, quien desde el principio de su reinado distinguió a los españoles muy por encima de los otros cristianos establecidos en sus dominios.

Sultán Muley Al-Yezid el Zaar
(1790-1792) 
Al correr de los años hicieronse patentes las opuestas simpatías de padre e hijo, pues mientras el primero, trocado en excelente y leal amigo de nuestro Carlos III, a raíz del sitio de Melilla finado en el año 1774, dio veraces pruebas de amor a España, nombrando como su primer Ministro a un renegado andaluz y habilitándonos el puerto de Tánger para el refugio y abastecimiento de los navíos de la Real Armada Española, por entonces empeñada en el sitio de Gibraltar. Muley Yezid el «Zaar» manifestó a las claras su predilección por Inglaterra, fraguando en la sombra una conspiración contra el autor de sus días, que gracias al buen olfato del renegado primer Ministro pudo descubrirse a tiempo.

El mal aconsejado Príncipe esquivó las paternas iras huyendo hacia Tetuán, donde residía el representante del Gobierno Británico y durante la marcha detúvose a descansar en un pequeño aduar yebli, cuyos habitantes temerosos de incurrir en el Real desagrado, le suplicaron reverentes se alejase de allí con toda presteza.

El «Zaar» saltó sobre su corcel, pero por más que le clavó las espuelas en los ijares, no consiguió hacerle dar un paso; entonces el ladino Príncipe, exclamó, dirigiéndose a los aldeanos: ¿Teméis las amenazas de un hombre y no escucháis las advertencias de Dios? ¿Sois más torpes que este animal, que comprende que mí misión está aquí? A la vista de aquel prodigio, los sencillos cabileños creyeron en la intervención divina a favor de Muley Yezid, que pronto hizo en el dicho aduar su cuartel general de la rebeldía, al que se unieron poco después bastantes caídes y soldados de la disuelta guardia negra.

Lleno de santa indignación quiso Sidi-Mohamed marchar en persona contra los revoltosos, pero una grave dolencia le postró en el lecho y al cabo de una semana expiró, entre las lamentaciones de los buenos muslimes que tan felices habían sido bajo su paternal gobierno.

El nuevo Sultán no disimuló su inquina contra los españoles y por primera providencia mandó decapitar al primer Ministro de su padre, después de haberle hecho despellejar vivo y sus manos, cortadas a cercén, fueron clavadas en las puertas del Consulado Español de Tetuán; nuestro representante atendió presuroso tan contundente aviso y más que a paso se alejó de tan peligrosa vecindad, poniendo agua de por medio.

Habiéndonos pillado, como siempre, totalmente desprevenidos el brusco cambio de política, fue sobre manera fácil y hacedero a Muley Yezid, ayudado por sus rubios amigos, los ingleses, arrancarnos la concesión, que sobre el puerto de Tánger nos hiciera su padre Sidi-Mohamed, dejándonos por puertas y sin otro derecho que el del pataleo diplomático, reducido durante varios años a notas y contra-notas; es decir, música celestial.

Los hijos de Sidi-Mohamed se enzarzaron en una guerra civil que
terminó con el reinado del Al-Yezid
No contento el «Zaar» con habernos expulsado violentamente de sus dominios», se atrevió a declararnos una guerra que no llegó a estallar, por haberse alzado en armas contra él, sus hermanos Hissan y Muslama, con la colaboración del general Abderrahman ben Nasir, que le tomaron las ciudades de Fez y Marrakesh y a la postre le vencieron en una batalla que le costó el Trono y la vida, después de un tempestuoso reinado de dos años en constante guerra civil.

España apoyó el levantamiento contra Yezid y Carlos IV mandó las fragatas “Santa Catalina” y “Santa Florentina” con dinero y pertrechos de guerra para los sublevados.



miércoles, 26 de agosto de 2015

Las momias de los guanches

Pastor guanche
Cuando en el primer cuarto del siglo pasado se profundizó en los descubrimientos arqueológicos en el archipiélago canario, especialmente en los enterramientos tumulares, se vio que los antiguos habitantes del archipiélago mirlaban (embalsamaban) los cadáveres, lo que ha sido objeto de enconados estudios y conjeturas, así como de la inevitable comparación con la momificación y embalsamiento del antiguo Egipto.

Estas momias descubiertas en las islas se conservan en los principales museos canarios y en el Museo Nacional de Antropología de Madrid. Los guanches las llamaban xaxos (desecado).

Los conquistadores españoles, cuando llegaron a Canarias, se encontraron con unas sociedades aborígenes de costumbres muy distintas a las suyas, de cultura material neolítica y de economía pastoril, creían en el más allá y embalsamaban a los muertos de mayor rango.

Una de las dos Momias guanches de
 Necochea en el Museo de la Naturaleza
y  el Hombre de Santa Cruz de Tenerife
Fuentes documentales de la época de la Conquista ya dan constancia de estas prácticas. El historiador Pedro Gómez Escudero en sus “Crónicas” escribe que “la manteca y el sebo os guardaban en ollas y leñas olorosas para exequias de los difuntos, untándolos y ahumándolos y poniéndolos en arena quemada los dejaban mirlados y en quince o veinte días los metían en las cuevas, y éstos eran los más nobles…”.

Fray Alonso de Espinosa, escribió en 1594 que “luego que el enfermo moría se colocaba su cadáver sobré una ancha mesa de piedra, donde se hacía la disecación para extraerle las entrañas". "Lavábanle dos veces cada día en agua fría y sal todas las partes más endebles del cuerpo, como son orejas, dedos, pulsos, ingles, etc., y luego le ungían todo con una confección de manteca de cabras, hierbas aromáticas, corcho de pino, resina de tea, polvo de brezos, de piedra pómez y otros absorbentes y secantes, dejándole después expuesto a los rayos del Sol. Esta operación se hacía en el espacio de quince días, a cuyo tiempo los parientes del muerto celebraban sus exequias con una gran pompa de llanto".

La llamada Momia guanche de Madrid, situada en el
Museo Nacional de Antropología en Madrid
El historiador Fray Juan Abreu Galindo, en 1932 cuenta que a los nobles e hidalgos los “mirlaban al sol, sacándole las tripas y estómago, hígado y bazo, y todo lo interior, lavándolo primero y lo enterraban, y al cuerpo sacaban y vendaban con unas correas de cuero muy apretadas, y poniéndoles sus tamarcos y toneletes, como cuando vivían, e hincados unos palos, los metían en cuevas, que tenían dispuestas para este efecto, arrimados en pié...".

El doctor Tomás Marín y Cubas, en 1694, afirmaba que “al cadáver le abrían el vientre por la parte derecha de bajo de las costillas, a modo de media luna, por donde sacaban las vísceras; y por la cabeza extraían la lengua y los sesos. Los huecos eran rellenados de mezcla de arena, casacras de pino molidas y  borujo de ‘yoya’ o mocanes, cerrándolos luego".

Ataúd, depositado en una
cueva de Ayagaures
Aunque estos testimonios de época de la Conquista así lo manifiestan, no se ha podido confirmar que la evisceración fuese una práctica extendida en Canarias ya que el historiador y naturalista Viera y Clavijo, en el siglo XVIII, afirma en sus escritos que descubrió momias conteniendo todas sus vísceras. Lo mismo ocurre con las momias halladas en las cuevas del cumbreño pago de Acusa, del término municipal de Artenara (Gran Canaria), las cuales conservan ojos, tráquea, esófago, pulmones, etc. Estas momias, envueltas en tejidos de junco y dos pieles, aparecieron dentro de ataúdes especiales formados toscamente por cortezas de drago y tablas de tea. Es posible que estas prácticas de evisceración se llevasen cabo, en algunas ocasiones, en función del rango del difunto.

Entre las momias guanches destaca por sus dimensiones colosales la hallada en el pago de Arguineguín (Gran Canaria), tiene una longitud de dos metros y está envuelta en numerosas pieles de fino adobo lo que sin duda hace pensar que perteneció a una alta clase social.

La Necrópolis de Maipés en Agaete, Gran Canaria
No todos los cadáveres, ya embalsamados, eran amortajados con pieles, sino que lo hacían también sólo con envolturas de tejidos de junco y palma, de diversos tejidos, y otras veces de forro o pellejos de cabras y junco. Así preparadas las momias las llevaban a las grutas naturales o excavadas, emplazadas en lugares de difícil acceso, para el reposo eterno de sus difuntos.

El pueblo guanche era un pueblo creyente en un divinidad y en la otra vida de ahí sus ritos y sus prácticas de embalsamamientos y exequias funerarias. El motivo de enterrar las momias en grutas era porque los guanches no enterraban a sus difuntos en la tierra por temor a que sus xaxos fuesen destruidos por los gusanos, así que una vez mirlados los depositaban en grutas naturales o excavadas en la roca basáltica, o los depositaban en fosas construidas en zonas pedregosas formadas por escorias de las erupciones volcánicas.

Ritual guanche
Estas fosas o túmulos  solían tener algunos tablones sobre los que se colocaba el cadáver; otros por el contrario, absolutamente nada. Los sepulcros unipersonales los formaban de piedras sueltas. Sus dimensiones eran  de dos metros por sesenta centímetros de ancho y cincuenta centímetros de alto, incluido el revestimiento exterior, formado de lajas y otras piedras que luego daban forma de pequeño montículo.

Sobre quién o quiénes eran los encargados de embalsamar a los difuntos, las fuentes dan testimonios dispares. Unas atribuyen el trabajo a una casta cuyos integrantes eran marginados y excluidos del resto de actividades sociales, mientras que otras los atribuyen a los miembros de la casta sacerdotal. Parece ser que  se presentaban allá donde eran necesarios, en absoluto silencio y envueltos en un largo manto de piel de cabra y con la cara pintada de blanco. Encendían una hoguera junto al lugar donde se encontraba el difunto, que era el el lugar al que el alma debía regresar, y tras embalsamar el cadáver lo depositaban en la cueva, en cuya entrada permanecía uno de ellos, en completo ayuno, durante todo un mes, observando las señales que indicaban si el alma del difunto había continuado su camino hacia el sol o, por el contrario, iba al infierno.

Imagiario de un enterramiento guanche
Junto a los túmulos y sepulturas, en determinados días los familiares del difunto, con el objeto de hacer fuego cerca o sobre de sus tumbas, aderezándolas con comidas. A la mujer difunta llevaba comida su marido y a este su mujer. Todo ello tenía su fundamento en el culto a la otra vida. Marín y Cubas afirma: "el alma era hija del sol y los fantasmas eran llamados "magios" que significaba encantados u ocultos, que tenían allá otra vida de penas y afanes congojosas, por lo cual andaban llevándoles de comer a los sepultados".

Muchos no saben que en nuestro propio territorio tenemos también enterramientos y momias  del estilo de las egipcias con las singularidades de nuestros pueblos aborígenes como es el caso de los guanches.

domingo, 14 de abril de 2013

La expedición vasca, el incidente de Talambó y la ocupación de las islas Chinchas



El hacendado peruano
Manuel Salcedo
En 1860 el hacendado peruano Manuel Salcedo que tenía una hacienda algodonera en la provincia de Chiclayo, llamada Talambó con el apoyo de su socio Ramón Azcárate, hombre que gozaba de gran prestigio en varias comarcas guipuzcoanas, contrató a 300 trabajadores vascos para trabajar sus propiedades de algodón. Los campesinos debían ser de ambos sexos, además de un párroco, un cirujano, un administrador y de algunos carpinteros, herreros y artesanos. Los gastos del viaje y la alimentación durante el trayecto corrieron a cuenta de Azcárate. Al llegar a la hacienda debían construir las casas, los graneros y todas las instalaciones necesarias para la recolección del algodón. La idea era alcanzar los 20000 quintales al año, siendo la mitad de ellos para los campesinos excepto los dos primeros años para compensar los gastos del viaje.
El 14 de abril de 1860, la expedición guipuzcoana embarcó en el barco francés L’Asie con rumbo a Perú. El número total de embarcados fue de 95 hombres, 49 mujeres y 125 niños entre 0 y 9 años. Tras 92 días de navegación llegaron al puerto del Callao. Finalmente llegaron a la hacienda Talambó el 1 de agosto.
Los problemas surgieron ya al día siguiente de la llegada a la hacienda, Manuel Salcedo varió a su propio provecho las promesas hechas a los asalariados españoles obligándoles a también al cultivo de grano y hortalizas corriendo por cuenta de los trabajadores la mitad de los gastos de herramientas y granos. Además se les equiparaba al resto de los trabajadores de la hacienda, haciendo cosas impropias de su condición lo que propició el aumento de las protestas y el descontento general.
Las relaciones de los colonos y Salcedo llegaron a un punto crítico el 4 de agosto de 1863 cuando en una discusión entre Salcedo y el líder vasco Marcial Miner casi llegan a las manos. Salcedo contrató a un grupo de hombres armados en el pueblo de Chepén, pagándoles 4 pesos a cada uno además de bebidas y tabaco, para intimidar los españoles.
El grupo armado se presentó en la hacienda solicitando la presencia de MIner, los campesinos intentaron evitarlo y se produjo un tiroteo y una pelea con armas blanca que tuvo como resultado cuatro españoles heridos y uno muerto. Al día siguiente el juez de Chepén detuvo a los vascos involucrados en la refriega e interrogó por separado a Salcedo haciendo caso omiso a la versión de los españoles y exculpando al hacendado peruano y a los hombres armados contratados por este.
El Almirante Pinzón
Los colonos pusieron, mediante una declaración jurada, los hechos acaecidos en Talambó en conocimiento de la Cancillería del Consulado español en Lima, quien nombró una Comisión para esclarecer los hechos. El Comisionado fue asesinado, el juez de Chiclayo condenó a dos colonos vascos, lo que no se consideró acertado por parte de la Corte Superior de La Libertad, quizás presionada por las autoridades del país que sabían que este hecho podría propiciar el enfrentamiento con el Gobierno español.
En aguas peruanas se encontraba la Escuadra española al mando del Almirante Luis Hernández Pinzón, entre cuyas órdenes estaban las de proteger y velar por los intereses de los ciudadanos españoles. Su presencia influyó en las tomas de decisiones, así la Corte Superior declaró nula la sentencia anterior y mandó capturar y enjuiciar a Miguel Salcedo y a los peones armados que contrató, además de procesar al juez de Chepén. Sin embargo, la la Corte Suprema de Justicia declaró nula la sentencia de la Corte de La Libertad y ordenó la reposición de las cosas a su estado anterior. Esta decisión motivó la enérgica reclamación del gobierno español y del Almirante Pinzón. Decidiendo una acción enérgica que mostrase a las autoridades del Perú, donde no existía representación diplomática española, que no se iban a tolerar actos hostiles contra los súbditos españoles residentes en territorio peruano.
Trozo de desembarco español en las islas Chinchas.
Museo Naval de Madrid
Para solucionar las tensiones entre España y Perú, se envió al embajador español en Bolivia con el título de Comisario Especial, lo que provocó la irritación peruana y la negativa de su gobierno a recibirle en condición de tal.
El general Pezet. Presidente
del Perú
Como medida de presión, el Almirante Pinzón, a instancias del plenipotenciario español, ocupó las islas Chinchas, situadas a unos 20 km de El Callao y ricas en guano. El 14 de abril de 1864 el Almirante Pinzón ordenó a los trozos de desembarco que ocuparan las islas, lo que fue realizado con prontitud y sin hallar resistencia entre los 300 soldados peruanos de guarnición, que fueron enviados de vuelta a El Callao, ni por parte de la corbeta Iquique, que fue apresada y dotada de una tripulación de presa española. El Almirante realizó la ocupación a título de reivindicación y exigió al gobierno de Lima tres millones de pesos como indemnización a los vascos y amenazó con bombardear el Callao si no se cumplían sus exigencias. El presidente del Perú, general José A. Pezet, terminó aceptando estas exigencias.
A pesar de la ocupación, la producción de guano no fue interrumpida y continuó bajo la supervisión de los técnicos peruanos y los beneficios resultantes de su explotación y exportación siguieron redundando en beneficio de Perú.

jueves, 27 de diciembre de 2012

El duende del Hornillo. Un fenómeno sin explicar en Zaragoza

Os voy a contar un hecho acaecido en Zaragoza un poco antes de la Guerra Civil, en 1934, y que constituye uno de los hechos paranormales más extraños ocurridos en nuestra ciudad y que en su momento causó una gran expectación en la sociedad española ya que gran cantidad de personas seguían diariamente lo que sucedía. Por primera vez en nuestro país, policías y jueces intervenían directamente en la investigación.
El caso es el llamado “El duende de la hornilla”. Esto fue lo que pasó:

Inmueble del nº 2 de la calle Gascón de Gotor
donde se produjo el fenómeno
El 27 de septiembre de 1934, en el segundo piso del inmueble situado en la calle Gascón de Gotor número 2, residencia de la familia Grijalba y propiedad de Antonio Palazón, fue donde se sucedieron los hechos. Era un edificio de cuatro pisos que hacía esquina.
El lugar fue la cocina del piso donde, al filo de la medianoche, se encontraba Pascuala Alcocer, la criada de hogar de los Palazón, terminando de recoger la cocina. Cuando se disponía a cerrar la puerta para irse a acostar oyó una voz que salía desde la hornilla de la cocina y que la llamaba por su nombre y a continuación estalla en una sonora carcajada. Muchos vecinos se sobresaltaron con las sonoras carcajadas sin encontrar al causante. Las voces continuaron y finalmente, el 15 de noviembre, los vecinos atemorizados interponen una denuncia en la comisaría de policía.
Entre los días 20 y 23 de noviembre, los agentes de seguridad realizaron varios registros en el edificio, sin obtener ningún resultado. La fama del duende crecía y montones de curiosos se acercaban al edificio a curiosear. Hasta el diario británico “The Times” se hizo eco de la noticia.
Curiosos frente al inmueble
El comisario jefe instó al juez don Pablo de Pablos que se hiciera cargo de la investigación y éste ordenó levantar el suelo de la cocina y encargó a los doctores Murt y Ojer el estudio del fenómeno. No encontraron nada. Lo que certificaron era que la criada, principal sospechosa, no era responsable de los hechos.
Las voces continuaban, así el día 28 el duende volvió a manifestarse diciendo: ¡Ya estoy aquí, cobardes, cobardes! Al día siguiente la policía volvía a ocupar la cocina e impedía el paso al famoso vidente aragonés Tomás Menés, cuya visita sería filmada en cinematógrafo, aduciendo que estaba fuera de sus competencias. El juez de Pablos pasó el caso al juez don Luis Fernando y el gobernador civil Otero Mirelis instaba a la prensa a dejar de hablar del caso ya que el alcance del fenómeno dejaba en entredicho la labor policial.
Los investigadores en la
"cocina encantada"
El nuevo juez se persono en la cocina para oír personalmente las voces y sin aclarar el asunto dio por cerrada la investigación manifestando que era la asistenta la que producía involuntariamente el fenómeno aunque cuando ella no se encontraba en el lugar también se producían.
El caso era molesto y se trazó el plan de culpar a la asistenta y enviarla a su ciudad natal para evitar que los curiosos siguiesen agolpándose junto al inmueble. Al desalojar el inmueble, los vecinos del tercero derecha pasaron a ocupar la “casa encantada”. Arturo Grijalba Torre, de cuatro años, mantenía conversaciones con el duende y aún hoy lo recuerda:
“Lo único que hacía era hablar y adivinar. Mi difunto padre una vez le preguntó: ‘¡Venga, si tan listo eres, dime cuántos estamos aquí!’, la voz respondió ‘¡Trece!’. ‘¡Bah!, te has equivocado, estamos doce’. ‘¡Trece, sois trece!’. Porque era conciso. Fueron a contar y, efectivamente, estábamos trece personas. En un principio dijimos que no… pero no habíamos contado que había un niño de un mes en brazos”.
Edificio "Duende" en la actualidad
El pequeño Grijalba se convirtió en pieza fundamental para la policía ya que era el único amigo de la misteriosa voz. Finalmente en diciembre de 1934 el duende desapareció y su última frase fue: ¡Voy a matar a todos los habitantes de esta maldita casa!, ¡Cobardes, cobardes, voy a matar a los habitantes de esta maldita casa!
Arturo Grijalba es considerado leyenda viva en uno de los más apasionantes enigmas españoles y, actualmente, en el lugar de los hechos hay un bloque de apartamentos llamado “Edificio Duende”.
Interesante fenómeno que no tuvo una explicación ni científica ni de ningún tipo y que hasta hoy sigue sin aclararse.
Fuentes: mundoparasicológico.com, todo fantasmas.com y El lado Oscuro de la Historia.


lunes, 19 de noviembre de 2012

Muestras de valor


Aquí pongo tres anécdotas sobre lo que podríamos considerar como "muestras de valor", bien por las circunstancias o por la personas que las protagonizaron:
Carlos I de Inglaterra

Es conocido el caso del rey Carlos I de Inglaterra, que había sido condenado a muerte por el Parlamento dominado por los republicanos de Oliver Cromwell en 1649, cuando se disponía para dirigirse al cadalso, se decidió por colocarse dos camisas en lugar de una, a lo que su ayuda de cámara le preguntó el motivo de tal decisión, y el rey le respondió:
  • Reparad en que el día es frío y con una sola camisa tiritaría; no quiero que mis enemigos interpreten como cobardía el hecho de que llegara a temblar de frío.


Fusilamiento de Diego de León en Madrid
Diego de león, conde de Belascoain, que conspiró contra el gobierno del general Baldomero Espartero para reponer a la reina María Cristina, viuda de Fernando VII en la regencia en 1841, fracasó en su intento, apresado y llevado ante un paletón de fusilamiento. Como los soldados del piquete dudaban a la hora de disparar sobre él, el general cordobés les gritó:
  • “Soldados, al corazón”.

Tras el grito le dijo a quien le asistía:
  • Me temo que no acierten, no sería la primera vez que me han disparado de cerca sin dar en el blanco. 

Napoleón y Dupont
Napoleón Bonaparte estaba enemistado con su antaño amigo, el capitán Dupont. En cierta ocasión coincidió con él y para no saludarlo el emperador, molesto por el encuentro, le dio la espalada. Entonces el capitán se le acercó y le dijo:
  • Sire, gracias por contarme entre vuestros amigos.

Napoleón contrariado por el comentario de Dupont, le dijo:
  • Os di la espalada para fingir que no os había visto y así no tener que saludaros.

Y Dupont, le respondió:
  • Yo me refería a que el Emperador jamás da la espalda al enemigo, y dándomela a mí, me tuve por amigo.


viernes, 26 de octubre de 2012

Muestras de crueldad


La crueldad en la Antigüedad era algo que estaba a la orden del día y emperadores, reyes y aquellos quienes ostentaban el poder daban numerosas pruebas de ello. Veamos algunos ejemplos:

Cayo Julio César Germánico, llamado Calígula, sucedió a Tiberio en el año 37 y con ello su tiranía. De carácter inestable y errático, en cierta ocasión en medio de un banquete con cónsules, senadores y personajes importantes, comenzó a reír desaforadamente. Cuando alguien le preguntó a qué se debía aquella risa, Calígula le respondió:
     ¿No crees que es para reírse el pensar que en cualquier momento se me puede ocurrir que os hagan estrangular a todos?
En otra ocasión Calígula ordenó que continuasen torturando a un cómico, caído en desgracia, solo porque sus gritos le hacían gracia. Cuando Calígula besaba el cuello de sus mujeres, los mordía mientras susurraba:
     Tu bonita cabecita caerá cuando yo lo diga…
Calígula murió apuñalado en Roma en el año 41, sólo cuatro años después de su llegada al trono.

Otro de los emperadores más crueles de la historia de Roma fue Lucio Aurelio Cómodo, a pesar de ser el hijo de Marco Aurelio, uno de los emperadores más nobles y sabios. Cómodo ya mostraba su sadismo desde bien joven, así en cierta ocasión, cuando contaba con doce años de edad, se encontraba tomando un baño en las termas de Civitavechia, en el puerto de Roma, notó que el agua estaba poco templada y ordenó que se echase al horno al encargado de mantener la temperatura del baño. Se hubiese cumplido la orden sino llega a ser por que se tutor le engañó echando al horno a un carnero.

Cambises II, rey de Persia e hijo de Ciro el Grande, cuando conquistó  Egipto tuvo conocimiento que uno de los jueces que había puesto para que impartiese justicia en su nombre prevaricaba y se vendía, estando en boca de todos. Para darle un escarmiento y que sirviese de ejemplo para todos mandó que lo desollaran vivo y con su piel mandó hacer una especie de tapete que puso encima de la mesa del tribunal y llamando a su hijo le dijo:
     Sírvate esto de ejemplo y no olvides que lo mismo podría sucederte a ti.

Foto: Busto de Calígula