martes, 8 de septiembre de 2015

El hijo de la Sultana rubia

Sultán Sidi-Mohamed
 (1757-1790)
Siguiendo la ruta de las distintas historias que se cuentan en el Marruecos de la época de la administración española, hoy cuento un episodio que se produjo a finales del siglo XVIII en los tiempos de esplendor del Sultanato marroquí, escrito por uno de nuestros corresponsales militares del momento. Dice así:

Sobre mediados de la centuria décima octava, asentábase bajo el augusto quitasol de los Jerifes, el Sultán Sidi-Mohamed III, hijo de Muley Abdallah, aquel sabio Príncipe, que reinó como soberano en Fez y Marraquesh, en el Sus, el Tafilete y el Tuat y que embaucado por la desaprensión y travesura del mentado enredador político, duque de Riperdá, prestóle el calor de su egregia protección, alzándole hasta el envidiado puesto de Primer Consejero del Imperio.

Apenas Sidi-Mohamed alcanzó el Trono, por muerte de su padre Abdallah, dio evidentes pruebas de como pueden caminar en amigable unión la prudencia del varón justo, la sabiduría del docto imán y la energía del guerrero conductor de pueblos; pues en poco tiempo y sin grandes quebrantos consiguió castigar y disolver la guardia negra de los cien mil, creada por su abuelo Muley Ismail, y que por obra y gracia de su intromisión en la política, llegó a ser mucho más peligrosa a los propios monarcas marroquíes que a sus enemigos interiores y exteriores.
Paso del Sultán

Hubiera sido un Rey perfecto este gran Soberano, si la flaqueza de la carne y su desmesurada afición a las bellezas cristianas, no le acarrearan en las postrimerías de su vida, grandes disgustos por desavenencias conyugales, que al trascender fuera de los muros del harem, ensombrecieron un tanto su reputación de hombre piadoso elegido por el Altísimo para mantener siempre viva la fe del Islam.
Quiso la suerte, que antes de fundar la ciudad de Suera, que nosotros llamamos Mogador y en ocasión de restaurar las murallas de Fez, harto maltratadas por la pesadumbre de los tiempos y la incuria de los hombres, llegase a sus regios oídos la destreza y habilidad en el arte de construir, de un cierto ingeniero, inglés de nación, apellidado Brown y esposo feliz de una linda irlandesita de nacarada tez y áurea cabellera.

Muy sabroso bocado debió parecer a Sidi-Mohamed la gentil ingeniera porque, si bien la historia permanece muda en cuanto a la suerte que caber pudiera al cuitado míster Brown, fenecido acaso por traicionero golpe de un pedrusco mal asentado en su alveolo, su desconsolada viuda encontró presto y eficaz alivio a su pena en los robustos brazos del Monarca Islamita, del que concibió un hijo  varón llamado Muley Yezíd, poco tiempo después de haber sido elevada a la dignidad de Sultana favorita. Este Muley Yezid heredó de su madre el color del pelo, recibiendo el sobrenombre del «Zaar» (el Rojo) y según fue creciendo, demostró un carácter caprichoso y voluble, que más tarde había de ser causa de constantes revueltas en el gobierno del Imperio. Los consejos maternales le hicieron tomar verdadera pasión por todo lo inglés, cuando precisamente el orgullo británico era insoportable para el buen Sultán Sidi-Mohamed, quien desde el principio de su reinado distinguió a los españoles muy por encima de los otros cristianos establecidos en sus dominios.

Sultán Muley Al-Yezid el Zaar
(1790-1792) 
Al correr de los años hicieronse patentes las opuestas simpatías de padre e hijo, pues mientras el primero, trocado en excelente y leal amigo de nuestro Carlos III, a raíz del sitio de Melilla finado en el año 1774, dio veraces pruebas de amor a España, nombrando como su primer Ministro a un renegado andaluz y habilitándonos el puerto de Tánger para el refugio y abastecimiento de los navíos de la Real Armada Española, por entonces empeñada en el sitio de Gibraltar. Muley Yezid el «Zaar» manifestó a las claras su predilección por Inglaterra, fraguando en la sombra una conspiración contra el autor de sus días, que gracias al buen olfato del renegado primer Ministro pudo descubrirse a tiempo.

El mal aconsejado Príncipe esquivó las paternas iras huyendo hacia Tetuán, donde residía el representante del Gobierno Británico y durante la marcha detúvose a descansar en un pequeño aduar yebli, cuyos habitantes temerosos de incurrir en el Real desagrado, le suplicaron reverentes se alejase de allí con toda presteza.

El «Zaar» saltó sobre su corcel, pero por más que le clavó las espuelas en los ijares, no consiguió hacerle dar un paso; entonces el ladino Príncipe, exclamó, dirigiéndose a los aldeanos: ¿Teméis las amenazas de un hombre y no escucháis las advertencias de Dios? ¿Sois más torpes que este animal, que comprende que mí misión está aquí? A la vista de aquel prodigio, los sencillos cabileños creyeron en la intervención divina a favor de Muley Yezid, que pronto hizo en el dicho aduar su cuartel general de la rebeldía, al que se unieron poco después bastantes caídes y soldados de la disuelta guardia negra.

Lleno de santa indignación quiso Sidi-Mohamed marchar en persona contra los revoltosos, pero una grave dolencia le postró en el lecho y al cabo de una semana expiró, entre las lamentaciones de los buenos muslimes que tan felices habían sido bajo su paternal gobierno.

El nuevo Sultán no disimuló su inquina contra los españoles y por primera providencia mandó decapitar al primer Ministro de su padre, después de haberle hecho despellejar vivo y sus manos, cortadas a cercén, fueron clavadas en las puertas del Consulado Español de Tetuán; nuestro representante atendió presuroso tan contundente aviso y más que a paso se alejó de tan peligrosa vecindad, poniendo agua de por medio.

Habiéndonos pillado, como siempre, totalmente desprevenidos el brusco cambio de política, fue sobre manera fácil y hacedero a Muley Yezid, ayudado por sus rubios amigos, los ingleses, arrancarnos la concesión, que sobre el puerto de Tánger nos hiciera su padre Sidi-Mohamed, dejándonos por puertas y sin otro derecho que el del pataleo diplomático, reducido durante varios años a notas y contra-notas; es decir, música celestial.

Los hijos de Sidi-Mohamed se enzarzaron en una guerra civil que
terminó con el reinado del Al-Yezid
No contento el «Zaar» con habernos expulsado violentamente de sus dominios», se atrevió a declararnos una guerra que no llegó a estallar, por haberse alzado en armas contra él, sus hermanos Hissan y Muslama, con la colaboración del general Abderrahman ben Nasir, que le tomaron las ciudades de Fez y Marrakesh y a la postre le vencieron en una batalla que le costó el Trono y la vida, después de un tempestuoso reinado de dos años en constante guerra civil.

España apoyó el levantamiento contra Yezid y Carlos IV mandó las fragatas “Santa Catalina” y “Santa Florentina” con dinero y pertrechos de guerra para los sublevados.



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