miércoles, 16 de septiembre de 2015

Las Colonias Militares Marroquíes: Los Guich

Una Cabila Guich
El Marruecos de finales del diecinueve era un territorio convulso donde reinaba la anarquía y que constituía un constante peligro para las potencias que tenían intereses o posiciones en el norte de África. La administración del país era un tanto peculiar ya que estaba dividido en dos tipos de territorios: los Guich y los Naiba.

Dice el Corán que: «… sólo a Allah pertenece lo que hay en los cielos y en la tierra, y que siendo de Dios, El la da, a quien quiere de sus servidores…», explicándose así que los musulmanes no considerasen más que dos clases de tierras: las tierras del Islam y las tierras de infieles. Las tierras del Islam se las consideraba de dos procedencias, las que hubiesen sido conquistadas por las armas o las conseguidas por medio de capitulaciones.

Según esto en el Marruecos del Protectorado, las dos verdaderas clases de terrenos eran: las tierras de gobierno marroquí o «Blad el Majzén», las que estaban verdaderamente sometidas al dominio y gobierno del Imán de los Creyentes —Sultán—, de extensión muy considerable; y las tierras en rebeldía o «Blad es Siba», las que se consideraban insumisas por no reconocer la autoridad del Sultán, aparte de la meramente religiosa.
Moulay Youssef Ben el Hassan
Sultán de Marruecos de 1912 a 1927

Así las cabilas del territorio sometido del Majzén se encontraban divididas a su vez en dos grupos llamadas tierras o cabilas Guich y tierras o cabilas Naiba. Las tierras Guich eran las que los sultanes concedían, desde tiempos antiguos, en usufructo a sus soldados y se constituían en colonias militares nutriendo al Ejército permanente según un sistema de recluta que estaba en vigor desde hacía más de un siglo, a cambio de ello recibían tierras y se les eximía del pago de impuestos. Por otra parte las tierras Naiba eran las cedidas a las tribus o cabilas en uso mediante el pago de un impuesto llamado «Naiba» y solo aportaban harkas, formaciones militares irregulares y temporales, en caso de guerra.

La falta de un ideal común en Marruecos, debido a estar constituido por distintas cabilas que se consideraban independientes y enemigas las unas de las otras determinó un estado de anarquía tan grande, que produjo como consecuencia el atraso enorme que, en todos los órdenes, atravesaba Marruecos, llegando a tal extremo, que incluso la agricultura y ganadería apenas si daban lo necesario para el sostenimiento de la población.

Este estado de cosas dio lugar a la creación de las Cabilas Guix o Guich, cuyo número no pasó de seis, pero que fueron las suficientes para sostener en Marruecos una relativa tranquilidad; que tomase algún incremento la agricultura y por último que al mismo tiempo fuese reconocida en más de una ocasión la autoridad del Sultán.

Tierras del Bled el Majzén en el Marruecos Español

En aquellos territorios, cuyos habitantes aparecían con caracteres más indómitos, se establecía una Cabila Guich a cuyos individuos, además de los elementos indispensables de combate, se les daba una parcela de terreno de extensión suficiente para que, cultivada, produjese lo necesario para el mantenimiento, no sólo del individuo a quien se concedía, sino también de su familia. Se trataba, por tanto, de un ejército compuesto de voluntarios que no costaba un solo céntimo al Tesoro del Sultán, puesto que éste pagaba concediendo parcelas de terreno comprendidas dentro del territorio de las cabilas más insumisas.

Tropas marroquíes en una Cabila
Por este medio consiguió el Sultán tener una fuerza militar permanente, extremo muy difícil de conseguir en Marruecos, así tenía siempre personal necesario para formar una harca ya que la pertenencia a ésta llevaba consigo la razzia del enemigo lo que atraía al marroquí ya que debido a su carácter voluble le hace prácticamente incompatible con una larga permanencia en filas. Así una vez conseguido el objetivo de la expedición, el Sultán no se preocupaba de licenciar sus harcas, pues esto tenía lugar sin que para ello fuesen precisas ordenes emanadas de su autoridad.

Con este sistema no faltaban voluntarios para formar parte de los Guich y además, los Sultanes, conociendo muy bien el modo de ser de sus súbditos, les concedían todo aquello que más apetece un marroquí: armas, una parcela de terreno, que era heredada por sus hijos si seguían formando parte del Guich y les declaraban libres de pagar los impuestos que no fuesen los coránicos.

Estos Guich llegaron a constituir grandes contingentes, pues solo el denominado Abi el Bojari o simplemente Buajaras, que significa «Servidores del libro de Bojarí», tenía en filas 150.000 negros. Con el tiempo se relajó la verdadera misión de estas fuerzas, en las cuales era frecuente que se apoyasen los agitadores que aspiraban al Sultanato y esto dio lugar a que se convirtiesen en una especie de guardia pretoriana, constituyendo con ello un elemento más de desorden, por lo que fue preciso dividirlos y aún trasladarlos de territorio.

Cabila de Yebala
Con esta medida no se consiguió otra cosa, que aumentar la perturbación que en el orden jurídico representaba  la propiedad rústica y la concesión de parcelas, en la forma que lo el Sultán.  Por todo lo dicho disminuyó la eficiencia militar de los Guich y quedo latente la dificultad que en la transmisión de la propiedad rústica constituye las concesiones hechas a las Cabilas Guich. 

De los seis Guich, el Guich el Riffi se estableció en la región del Fahs después de haber contribuido a tomar a los ingleses la plaza de Tánger, y que si bien los Buajaras los estableció el Sultán Muley Ismail en gran número por el territorio del Ríf, pero que una vez muerto el Sultán la región recobró su independencia y los rífenos, aprovechándose de la debilidad de los Sultanes sucesores de aquél, dieron buena cuenta de los Buajaras.

Como dato curioso el documento especial que otorgaba el Sultán para la concesión de tierras a los Guich decía:

«Loor a Dios único.
Que Dios reparta sus bendiciones entre nuestro señor y amo Mahoma, su familia y sus compañeros y que le conceda la salud.
Por la gracia de Dios y la liberalidad de nuestro amo Mahoma, asistido de Dios, otorgamos por esta nuestra carta a…… el disfrute de la parcela situada en...... y limitada…… que antes se encontraba en poder de quien no la merece, a fin de que aquél la disfrute en las mismas condiciones que sus compañeros del Guich el Ríffi.
Todo el que conozca esta carta dará cumplimiento a lo en ella mandado.
Y la paz».


Por último, hay que decir que de todas estas concesiones se llevaba un registro especial que estaba en poder del jefe de la Cabila Guich correspondiente.

Paseo del Jalifa con su escolta


jueves, 10 de septiembre de 2015

El Moro Vizcacíno

José María de Murga y Mugartegui 
como “el moro vizcaíno” en 1865
La historia del «Moro vizcaíno» es una de esas historias impresionantes que se dieron en el Marruecos del siglo XIX. Un prestigioso militar español que deja el Ejército y se adentra en el corazón de un Marruecos pobre y rural haciéndose pasar por uno de ellos y describiendo posteriormente un increíble viaje. Esta es su historia:

Don José María de Murga y Mugártegui, más conocido como “el moro vizcaíno”,  nació en Bilbao, en 1827, en el seno de una acomodada familia, recibiendo una esmerada educación en los Escolapios de San Antonio, en Madrid, y en los Jesuitas de Loyola, cursando después estudios militares en el Colegio General Militar optando por el arma de Caballería, siendo nombrado oficial de Húsares de Pavía y de Montesa.

Ascendido a teniente en 1847, participó en la lucha contra las tropas carlistas en el Maestrazgo, siendo promovido a capitán en 1849. Mientras tanto, fue nombrado Caballero de la Legión de Honor francesa y en 1854 fue ascendido a comandante. Se interesó vivamente por la Guerra de Crimea, que se iniciaba por aquellas fechas, para lo que pidió la separación voluntaria del servicio y se incorporó al ejército francés que estaba luchando en esa guerra. En Crimea quedó fascinado por el mundo islámico, acentuando su interés con su paso por Constantinopla.

A su regreso de Crimea se reincorporó al ejército español pero por poco tiempo ya que en junio de 1861 solicitó su separación voluntaria del ejército para viajar al Magreb por su cuenta, alegando que se iba para: “dar a conocer la organización de aquel país y ser útil a la patria si otra vez se llegase a suscitar una guerra”.
Como teniente de Húsares

Para prepararse se marchó a París a estudiar árabe y luego se doctoró en cirugía menor en el Hospital San Carlos de Madrid mientras estudiaba sin cesar las costumbres y usos marroquíes y árabes. Hablaba español, vasco, francés, inglés y árabe.

En 1863 Murga llegó a Marruecos por Tánger completamente disfrazado de «moro», vestido con chilaba y turbante. Primero se hizo pasar por español renegado y ejerció de curandero. Poco después pasó a Larache donde continuó su formación y adoptó el nombre definitivo: El Hach Mohammed el Bagdady, y acompañado de un sirviente y un asno ejerció de curandero y mercader recorriendo el interior del Marruecos más profundo. Pasó múltiples privaciones y la sed y el sol abrasador pusieron a prueba su resistencia física. Sus pantorrillas al descubierto se cubrieron de llagas, las fiebres endémicas del país hicieron también presa en él, pero no le desanimaron en su tarea.

Recorrió las tierras de Fez, Mequinés, Casablanca, Azzemmur, Mogador, Mazagán y Rabat, trabajando como mercader, cuenta cuentos, peregrino y mendigo lo que permitió conocer la vida cotidiana de los magrebíes y sus mezquitas, tomando constantemente nota de cuanto veía de interés. Aunque pretendía continuar en Marruecos, su amigo el dr. Isern, médico de la Legación Española en Tánger, en vista de su deplorable estado de salud, le persuadió para que regresara a España, lo que hizo en febrero de 1866, tras tres años recorriendo Marruecos.

Recuerdos Marroquíes....
Regresó a Vizcaya  donde pasó a limpio sus notas, las tradujo ya que estaban escritas en árabe para no delatarse, redactó y publicó su obra «Recuerdos Marroquíes del Moro Vizcaíno, José María de Murga  el Hach Mohammed el Bagdady», un conjunto de textos bastante irónicos repletos de observaciones y descripciones sobre las costumbres, la política y diversos aspectos históricos y geográficos del Marruecos de la época, que forman uno de los libros de viajes más amenos e interesantes que se han escrito.

En su libro de recuerdos expresa libremente sus sentimientos de la siguiente manera:

"Entre los árabes he pasado algunos de los buenos días de mi vida. Si por desgracia, las vicisitudes políticas o los reveses de fortuna me obligasen a buscar un asilo fuera de mi patria, entre ellos se me habría de encontrar.
Y nada me costaría el adaptar su género de vida, que me es bien conocido; puesto que hoy, en medio de las comodidades que trae consigo la civilización, muy a mentido la tristeza se apodera de mi alma y echo de menos los campos silenciosos de Berbería y la estera hospitalaria del Aduar."
Con el uniforme de voluntario en la 
defensa de Bilbao durante el sitio 
carlista de 1874

Entre 1870 y 1872 fue nombrado Diputado General de Vizcaya.

En abril de 1873, “el moro vizcaíno” emprendió su segundo viaje a Marruecos, siguiendo toda la costa atlántica hasta llegar a la altura de Canarias, donde pasó a las islas para regresar a España ya que las úlceras en los pies y piernas le impedían continuar y además la situación política que se vivía en su tierra con una nueva guerra carlista. Las anotaciones de este segundo viaje no han sido publicadas y se conservan en la casa familiar de Torre Bidarte, en Marquina.

En 1875 se presentó voluntario liberal para luchar contra los carlistas que sitiaban Bilbao, pero sus heridas no le permitieron tomar parte activa en la defensa de la ciudad.

En 1876 Murga, a pesar de su precario estado de salud, intentó realizar un tercer viaje a Marruecos, pero le sorprendió la muerte en Cádiz el 1 de diciembre, antes de que pudiera embarcar.


José María de Murga tuvo un antecesor en el siglo XVIII cuando el catalán Domingo Francisco Jorge Badía y Leblich se hizo pasar por marroquí, con el nombre de Alí Bey el-Abbassi, y trabajó como espía al servicio de Carlos IV, pero eso es otra historia… 

Carátulas de libros sobre "el moro vizcaíno"


martes, 8 de septiembre de 2015

El hijo de la Sultana rubia

Sultán Sidi-Mohamed
 (1757-1790)
Siguiendo la ruta de las distintas historias que se cuentan en el Marruecos de la época de la administración española, hoy cuento un episodio que se produjo a finales del siglo XVIII en los tiempos de esplendor del Sultanato marroquí, escrito por uno de nuestros corresponsales militares del momento. Dice así:

Sobre mediados de la centuria décima octava, asentábase bajo el augusto quitasol de los Jerifes, el Sultán Sidi-Mohamed III, hijo de Muley Abdallah, aquel sabio Príncipe, que reinó como soberano en Fez y Marraquesh, en el Sus, el Tafilete y el Tuat y que embaucado por la desaprensión y travesura del mentado enredador político, duque de Riperdá, prestóle el calor de su egregia protección, alzándole hasta el envidiado puesto de Primer Consejero del Imperio.

Apenas Sidi-Mohamed alcanzó el Trono, por muerte de su padre Abdallah, dio evidentes pruebas de como pueden caminar en amigable unión la prudencia del varón justo, la sabiduría del docto imán y la energía del guerrero conductor de pueblos; pues en poco tiempo y sin grandes quebrantos consiguió castigar y disolver la guardia negra de los cien mil, creada por su abuelo Muley Ismail, y que por obra y gracia de su intromisión en la política, llegó a ser mucho más peligrosa a los propios monarcas marroquíes que a sus enemigos interiores y exteriores.
Paso del Sultán

Hubiera sido un Rey perfecto este gran Soberano, si la flaqueza de la carne y su desmesurada afición a las bellezas cristianas, no le acarrearan en las postrimerías de su vida, grandes disgustos por desavenencias conyugales, que al trascender fuera de los muros del harem, ensombrecieron un tanto su reputación de hombre piadoso elegido por el Altísimo para mantener siempre viva la fe del Islam.
Quiso la suerte, que antes de fundar la ciudad de Suera, que nosotros llamamos Mogador y en ocasión de restaurar las murallas de Fez, harto maltratadas por la pesadumbre de los tiempos y la incuria de los hombres, llegase a sus regios oídos la destreza y habilidad en el arte de construir, de un cierto ingeniero, inglés de nación, apellidado Brown y esposo feliz de una linda irlandesita de nacarada tez y áurea cabellera.

Muy sabroso bocado debió parecer a Sidi-Mohamed la gentil ingeniera porque, si bien la historia permanece muda en cuanto a la suerte que caber pudiera al cuitado míster Brown, fenecido acaso por traicionero golpe de un pedrusco mal asentado en su alveolo, su desconsolada viuda encontró presto y eficaz alivio a su pena en los robustos brazos del Monarca Islamita, del que concibió un hijo  varón llamado Muley Yezíd, poco tiempo después de haber sido elevada a la dignidad de Sultana favorita. Este Muley Yezid heredó de su madre el color del pelo, recibiendo el sobrenombre del «Zaar» (el Rojo) y según fue creciendo, demostró un carácter caprichoso y voluble, que más tarde había de ser causa de constantes revueltas en el gobierno del Imperio. Los consejos maternales le hicieron tomar verdadera pasión por todo lo inglés, cuando precisamente el orgullo británico era insoportable para el buen Sultán Sidi-Mohamed, quien desde el principio de su reinado distinguió a los españoles muy por encima de los otros cristianos establecidos en sus dominios.

Sultán Muley Al-Yezid el Zaar
(1790-1792) 
Al correr de los años hicieronse patentes las opuestas simpatías de padre e hijo, pues mientras el primero, trocado en excelente y leal amigo de nuestro Carlos III, a raíz del sitio de Melilla finado en el año 1774, dio veraces pruebas de amor a España, nombrando como su primer Ministro a un renegado andaluz y habilitándonos el puerto de Tánger para el refugio y abastecimiento de los navíos de la Real Armada Española, por entonces empeñada en el sitio de Gibraltar. Muley Yezid el «Zaar» manifestó a las claras su predilección por Inglaterra, fraguando en la sombra una conspiración contra el autor de sus días, que gracias al buen olfato del renegado primer Ministro pudo descubrirse a tiempo.

El mal aconsejado Príncipe esquivó las paternas iras huyendo hacia Tetuán, donde residía el representante del Gobierno Británico y durante la marcha detúvose a descansar en un pequeño aduar yebli, cuyos habitantes temerosos de incurrir en el Real desagrado, le suplicaron reverentes se alejase de allí con toda presteza.

El «Zaar» saltó sobre su corcel, pero por más que le clavó las espuelas en los ijares, no consiguió hacerle dar un paso; entonces el ladino Príncipe, exclamó, dirigiéndose a los aldeanos: ¿Teméis las amenazas de un hombre y no escucháis las advertencias de Dios? ¿Sois más torpes que este animal, que comprende que mí misión está aquí? A la vista de aquel prodigio, los sencillos cabileños creyeron en la intervención divina a favor de Muley Yezid, que pronto hizo en el dicho aduar su cuartel general de la rebeldía, al que se unieron poco después bastantes caídes y soldados de la disuelta guardia negra.

Lleno de santa indignación quiso Sidi-Mohamed marchar en persona contra los revoltosos, pero una grave dolencia le postró en el lecho y al cabo de una semana expiró, entre las lamentaciones de los buenos muslimes que tan felices habían sido bajo su paternal gobierno.

El nuevo Sultán no disimuló su inquina contra los españoles y por primera providencia mandó decapitar al primer Ministro de su padre, después de haberle hecho despellejar vivo y sus manos, cortadas a cercén, fueron clavadas en las puertas del Consulado Español de Tetuán; nuestro representante atendió presuroso tan contundente aviso y más que a paso se alejó de tan peligrosa vecindad, poniendo agua de por medio.

Habiéndonos pillado, como siempre, totalmente desprevenidos el brusco cambio de política, fue sobre manera fácil y hacedero a Muley Yezid, ayudado por sus rubios amigos, los ingleses, arrancarnos la concesión, que sobre el puerto de Tánger nos hiciera su padre Sidi-Mohamed, dejándonos por puertas y sin otro derecho que el del pataleo diplomático, reducido durante varios años a notas y contra-notas; es decir, música celestial.

Los hijos de Sidi-Mohamed se enzarzaron en una guerra civil que
terminó con el reinado del Al-Yezid
No contento el «Zaar» con habernos expulsado violentamente de sus dominios», se atrevió a declararnos una guerra que no llegó a estallar, por haberse alzado en armas contra él, sus hermanos Hissan y Muslama, con la colaboración del general Abderrahman ben Nasir, que le tomaron las ciudades de Fez y Marrakesh y a la postre le vencieron en una batalla que le costó el Trono y la vida, después de un tempestuoso reinado de dos años en constante guerra civil.

España apoyó el levantamiento contra Yezid y Carlos IV mandó las fragatas “Santa Catalina” y “Santa Florentina” con dinero y pertrechos de guerra para los sublevados.



domingo, 6 de septiembre de 2015

Los Mogataces

Mogataz
Tras la conquista de Orán en 1509, España  fue la primera potencia que utilizó en África tropas coloniales indígenas. Estos primeros soldados moros se llamaron Mogataces.

El término Mogataz significa bautizado, que quiere decir, en el sentido irónico de la palabra, renegado  de su fe religiosa. Este fue el mordaz calificativo que los moros del campo de Orán aplicaron a los que, por sus rivalidades, abandonaban la tribu y se acogían al amparo de nuestra bandera.

De esta manera quisieron infamarles por su apostasía, señalarles con ese estigma que fuese un oprobio en el orgullo de su fanatismo mahometano. Pero como suele ocurrir en estos casos, gracias al heroico esfuerzo de estos soldados, el infame calificativo se convirtió en un timbre glorioso que reflejaba una brava y ruda e incansable lucha diaria, que alcanzó sus máximas cotas durante la conquista y que el ejercicio de las armas lo redimió y dignificó llegando a ser un preciado título de valor y lealtad.

Los Mogataces acudieron al refugio de Orán huyendo de un odio o una esclavitud, y ese mismo sentimiento de rebeldía contra los suyos les sostenía en su fidelidad a España y en el ansia de salir a pelear y a tomar presas en los más alejados aduares —pequeñas aldeas— de los enemigos.

Los Mogataces, como fuerza de guerra, aparecen en la historia militar de Orán desde los primeros tiempos de la conquista, en el siglo XVI. La dominación española, impetuosa y avasalladora,  alentada en el espíritu de la magna empresa de los Reyes Católicos y en ideal caballeresco de llevar las armas españolas a las tierras de África, necesitó  de una tropa de choque, osada y valerosa, hecha a los rigores del clima,  conocedora del terreno, adiestrada  en las prácticas guerreras de la gentes del país y que sirviese de avanzada a la invasión.
Mogataz de Orán

Así se  formaron los Mogataces. Con los moros más guerreros de los aduares protegidos de España y con muchos de los refugiados en las plazas de Orán y Marzalquivir se organizó un grupo de caballería, un gum, una tropa ligera y suelta, de blanda disciplina y fácil manejo, que estaba siempre dispuesta para la guerra. Los Mogataces se costeaban su caballo y sus armas  y recibían como premio de su servicio una parte de las presas que se hacían en las tribus rebeldes y se les eximía del tributo que debían de pagar por razón de la seguridad que se les daba como indígenas acogidos a la protección española.

Los Mogataces además,  abastecían las plazas de carne y verduras, cultivaban y protegían el cultivo de los huertos cercanos, vigilaban los aduares sometidos, informaban a las autoridades, facilitaban las negociaciones con el campo, servían de intérpretes y mediadores políticos, guiaban las expediciones militares y constituían para los gobernadores de Orán uno de los más útiles elementos de dominio.
Pero el principal servicio de los Mogataces consistía en ir a «cabalgadas y presas», es decir, a castigar a las tribus levantiscas y arrebatarles el botín, sosteniendo sobre todo el extenso territorio sometido el valimiento real y absoluto del protectorado de España, que entonces llamaban seguro o siguro.

Las «presas» las preparaban siempre los Mogataces, quienes acudían a todos los ardides para sorprender y engañar a los enemigos, evitando a nuestras tropas trabajos y quebrantos. Hubo presas valiosísimas y el afán por conseguir el espléndido botín les llevaba a las más atrevidas empresas, llenas de multitud de hechos loables.

Los Mogataces formaron siempre la vanguardia de nuestro ejército de Orán y el brillante historial de esta caballería mora abarca los más notables hechos de armas registrados en la época de nuestra primera dominación africana. Fueron, con el marqués de Comares, a socorrer al Bey de Tlemecén, Muley Abdallah el Maçote, contra el célebre corsario Baba Aruch o Barba Roja; después, ya con el conde de Alcaudete, gobernador de Orán tras la renuncia de Comares, en dos expediciones más hasta conquistar nuevamente la ciudad argelina. También son memorables las empresas contra la ciudad de Mostaganem, tan desgraciadas y tan sangrientas al mismo tiempo. Luego, con el hijo del conde, tomaron victorioso desquite en la defensa de Orán durante el sitio de 1563. Con el Maestre de la Orden de Montesa, realizaron  provechosas presas y razzias que reportaban valiosos tesoros que dieron a la plaza tal esplendor de lujo y riqueza que la llamaban la Corte Chica...
Capitulación del Bey de Tlemecén del
9 de septiembre de 1535

Igual hicieron con sucesivos gobernadores como el duque de Maqueda, Jorge de Cárdenas, con el marqués de Flores-Dávila, Antonio de Zúñiga y de la Cueva, con el marqués de Leganés, Gaspar Dávila Mesía y Felípez de Guzmán en cuyo tiempo derrotaron y tomaron cuantioso botín a las tropas del Bey; y con lñigo de Toledo, quien al frente de cien escogidos Mogataces se adelantó al ejército y trabó primero una sangrienta escaramuza y después combate formal con el numeroso enemigo, haciéndole huir, quedando levantado el cerco que sufría la plaza.

Los Mogataces siempre se sacrificaron con la causa española,  resistieron valientemente los asedios y llegaron en la defensa de los castillos a una lucha verdaderamente épica. Dejaron buena memoria de sus valerosos hechos en la historia de nuestras primeras tropas coloniales, durante tres siglos que duró la dominación de Orán.

En la segunda conquista de Orán, ya en 1732, se reorganizó la antigua caballería de Mogataces, como cuerpo regular, dándoles armas y caballos, formando una compañía de cien jinetes, con su capitán o adalid, Almanzor Ben Ozar, el teniente, Alí Ben Hamú, y cuatro sargentos, a estos se les unieron como tropas extraordinarias para servir en Orán, «para hacer la guerra que ellos quieran, con el estímulo de su propia conveniencia», un cuerpo de 300 moros a caballo, mandados por Ahmed Udd Amar, xej de la parcialidad de Ulad Zayer, tomando parte ambas fuerzas en todas las acciones de guerra, siempre en la vanguardia.

El capitán recibía cuarenta escudos de vellón al mes; el teniente, veinticinco escudos: los sargentos, nueve; los cabos, seis: y los Mogataces, cuatro y medio. Además, disfrutaban una ración de pan de libra y media al día, peso de Castilla, y un celemín de cebada y diez libras de paja, para cada caballo.
A los moros del cuerpo de los 300 se les daba una fanega de trigo al mes, y media arroba de paja y celemín y medio de cebada para su caballo.

Mogataz de Ceuta
La compañía de Mogataces tuvo los siguientes capitanes: Almanzor Ben Onzar, Gali Ben Ozar, Abdelkader Ben Busayan, Gali Ben Almanzor, Lajadar Ben Buoayan y Kaddur Ben Onzar, quien se retiró con el grado de teniente coronel.

Y la historia militar de esta segunda época de dominación de Orán es el historial mismo de los Mogataces, porque donde iban las armas españolas allá iban ellos los primeros, cuando hubo que resistir duros asedios, ellos no cedieron nunca, no se rindieron jamás, y cuando el destino quiso que nuestra nación abandonara su imperio colonial en Argelia y su influencia en las Regencias, ellos fueron también los primeros que embarcaron para España, quizás para no ver como se arriaba una bandera que ellos habían defendido orgullosamente tantas veces.

La compañía de Mogataces fue destinada a Ceuta, después de un accidentado viaje que duró dos meses, y al ser revistada a por el Comandante General  éste se los encontró en tan deplorable estado que dictó enseguida esta curiosa comunicación:

«Hallándome informado que la compañía de Mogataces de Orán que S. M. ha destinado a esta plaza, se ve en la mayor indigencia por no tener para alimentarse, dispondrá V. S. se les entregue sus pagas de enero anterior, ínterin represento a S. M. sobre este particular: bien entendido que si la piedad del Rey no les concede las raciones que han consumido durante su embarco, se les descontarán en los meses siguientes los cargos que resulten. —Ceuta 13 febrero 1792.—Josef de Urrutia.»

El primer día que pisaron tierra española padecieron hambre y hasta habían de comer por la piedad del Rey. Pero ellos, luchando y derramando su sangre en muchos años de guerra, aprendieron a ser generosos. No les importaba esta tacañería de su nación. Les bastaba, para estar satisfechos, salir al campo y pelear. Pelear por España... aunque no comieran.


Tiempo después, pasadas muchas vicisitudes que no son contadas aquí, constituyeron la base para la organización de las fuerzas indígenas de la Milicia Voluntaria, y luego éstas dieron lugar al heroico Grupo de Regulares de Ceuta, dignos herederos de los fieles, leales y valerosos Mogataces.

Oficial Mogataz