La Cruz del lloro en Martos (Jaén) |
Hoy voy a contar la historia de la Cruz del lloro, una
historia que se ha ido contando de padres a hijos a través del tiempo y que, según
la leyenda, solo podía ser vista por aquellos que tuviesen un estricto sentido
de la justicia.
Siendo rey de Castilla y León, Fernando IV, que como es
conocido tuvo un corto reinado que transcurrió entre constantes controversias y
conjuros. Cuando cumplió los 10 años vio como moría su padre el rey Sancho IV
el Bravo, y a partir de aquel momento hasta que alcanzó la mayoría de edad en
el año de 1301, todo fueron obstáculos. Durante su reinado sus acciones
tuvieron siempre un mismo talante: el de la mezquindad.
Por eso no es de extrañar que fueran muy numerosos los
enemigos que se granjeó, lo que afectó de forma gradual a su salud. Aquejado de
hemorragias provenientes de los bronquios y pulmones que le provocaba un mal
humor feroz desentendiéndose así de cualquier razonamiento sensato. Se cuenta
que su obsesión era la de destruir a todos sus enemigos por medio de conjuras y
de falsas acusaciones. Entre sus más destacados enemigos se encontraban, al
parecer, los hermanos Juan y Pedro Alfonso de Carvajal, a quienes decidió
eliminar, para lo que envió a un tal Alfonso de Benavides, uno de sus favoritos
reales, para que les asesinara. Después él mismo pretendía encargarse de
administrar justicia traicionando y condenando a muerte a su propio favorito.
LA reina María de Molina presentando a su hijo Fernando IV en las Cortes de Valladolid en 1295. Obra de Antonio Gisbert en 1863 |
Pero el favorito erró en su cometido y fueron los dos caballeros
quienes en defensa propia eliminaron al favorito real. Este hecho no tardó en
llegar a los oídos del rey quien inmediatamente les acusó de asesinar a un
miembro de la corte real y de conspiración contra el rey. Y, ni corto ni
perezoso ordenó su arresto. Fueron detenidos en la Feria vallisoletana de
Medina del Campo mientras adquirían arreos para sus corceles.
Durante los días siguientes a su detención fueron humillados
y vejados y el rey tuvo una de sus expectoraciones sanguinolentas que, para su
desgracia, le obligó a un forzado retiro en la ciudad de Jaén. Durante este
absceso de mal humor ordenó que fueran llevados a su presencia los asesinos de su favorito. El juicio se
inició con la reiterada petición de inocencia por parte de ambos hermanos que
juraban y perjuraban que en ningún momento habían asesinado a sangre fría al
favorito real sino que lo que lo hicieron en defensa propia a ser atacados por
la la espalda.
Restos del castillo de Martos |
Pero como la intención, desde el principio, del rey Fernando
IV era deshacerse de dos de sus más encarnizados enemigos, de nada sirvieron
las promesas, los juramentos o las razones que esgrimieron los acusados y les
condenó a ser trasladados al cercano castillo de Martos, donde debían ser
encerrados en una jaula de hierro para más tarde ser arrojados al vacío desde
la almena más alta.
Muchos de los partidarios de Juan y de Pedro Alfonso
Carvajal suplicaron al rey que les condonara la pena alegando que si en
realidad hubieran realizado tamaña felonía no hubieran ido tranquilamente a
comprar arreos para sus caballerizas a una feria tan concurrida e importante
como la de Medina del Campo.
Pero el rey, obcecado por su odio y por sus hemorragias,
hizo caso omiso de sus ruegos. Una mañana del mes de agosto de 1311, el rey se
presentó en el castillo de Martos para hacer cumplir la cruel sentencia. La
jaula fue izada sobre la torre más alta del castillo, justamente la que daba a
un gran precipicio, y Fernando IV, antes de que fueran ejecutados y en un
arranque de generosidad, decidió concederles una gracia: darles la opción de
expresar su última voluntad. Ambos hermanos respondieron de la misma forma:
Ante Dios, don Fernando, probaremos nuestra inocencia y lo execrable de
vuestra justicia. Él, con su poder supremo, hará que acudáis a su juicio, ante
una justicia suprema e inapelable, para responder de vuestra menguada justicia
terrena. Desde aquí os emplazamos para que en breve plazo de un mes
comparezcáis ante el Todopoderoso. Mientras llega ese ansiado momento, solo
podréis vomitar sangre.
Al oír aquello el rey se rio a carcajadas, a pesar del dolor
que le producía ejecutar cualquier esfuerzo físico. Pero en el mismo momento en
que dio la orden y la jaula se precipitaba al vacío estrellándose de forma
violenta contra las rocas, el rey expectoró sangre en abundancia.
El tiempo pasaba y la enfermedad del rey no remitía.
Mientras algunos lugareños, junto a los partidarios de los desafortunados,
construyeron una cruz de piedra a la que denominaron “La Cruz del lloro”. Al
enterarse de este hecho, el rey Fernando envió una expedición de soldados a
todos los rincones del reino para que la destruyeran, pero nunca la
encontraron. Lo que sí hallaron fue una leyenda que corría de boca en boca en
cada uno de los lugares que visitaban; según esta sólo podían ver la cruz aquellos que fueran limpios de
corazón a los ojos de Dios. Aguijoneado en su orgullo, Fernando IV acudió unos
días más tarde al lugar de su crimen, el precipicio donde se despeño a los dos
caballeros, para ver la cruz y de esta forma desafiar a quienes le acusaban de
haber asesinado por cuestiones de celos y envidia a ambos caballeros.
Encontró a dos pastores y les preguntó lo siguiente: ¿Lugareños, sabéis por ventura quien soy yo?
No, pero por vuestras
vestimentas debéis ser un caballero muy importante. Contestaron los
pastores.
Al oír esta respuesta, el rey se percató de que les podía hacer la pregunta clave sin
temor a ser engañado por temor a sus represalias.
Pastores; ¿qué veis en
aquellos riscos?
La respuesta de ambos fue dada al unísono: “La Cruz del lloro”.
Ultimos días de Fernando IV, atormentado por los hermanos Carbajal. Obra de José Casado del Alisal de 1860. |
El rey y sus mesnadas, por más que miraron a uno y otro
lado, no vieron ninguna cruz, lo que les hizo pensar que la leyenda podría
tener visos de ser cierta. De regreso al castillo, Fernando IV, empeoró
notablemente, y un día de septiembre de 1312, tras haber comido y bebido en
demasía, se retiró a sus aposentos para echarse una siesta de la que nunca más
volvería a despertarse. Aquel día se cumplió exactamente un mes desde que los
desafortunados nobles le habían emplazado a comparecer ante Dios, ante su
juicio inapelable. Un mes, justo el tiempo en el que debía cumplirse una
venganza terrible, una venganza de ultratumba o, simplemente, una mera
coincidencia.
Quizá por los motivos relatados Fernando IV ha pasado a la
historia con el real mote de “El Emplazado”.
Por algo sería.
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