S.M. Muley Hassan, Sultán de Marruecos, recibiendo un despacho. Ilustración Española y Americana. 1887 |
Durante el glorioso reinado del Sultán. Muley Hassan, se
desarrolló entre los soldados de sus expediciones el vicio de fumar el enervante kif, que tuvo que decretar su prohibición absoluta, para contener
los estragos del opio, castigando la infracción con la pena capital.
Estando acampado con su ejército en una llanura, durante una
de sus campañas contra las kabilas rebeldes, se distraía contemplando el
magnífico panorama con ayuda de un potente anteojo que le había regalado un
embajador europeo en misión en su corte. Observando por él, descubrió a lo lejos
a uno de sus soldados que apostado debajo de una higuera, fumaba tranquilamente
y con deleite, el prohibido kif.
Inmediatamente ordenó a dos jinetes que fuesen al galope en
busca del osado que se atrevía a contravenir sus disposiciones, para aplicarle
la pena que se merecía por su acción. A los pocos minutos comparece el soldado
ante el Sultán, quien le dice que va a ser inmediatamente decapitado en
presencia del resto de las tropas para que sirva de castigo ejemplar.
El askari
permanece inmutable, como si la cosa no fuese con él.
- ¿Qué? ¿No dices nada, vil perro? — le increpa Muley Hassan
El askari pide que
se le permita exponer los motivos de su inocencia
- ¿Qué? ¿Aún te atreves? — le interrumpe el Sultán. —Habla, pero pronto.
- Estaba — comienza el soldado — descansando debajo de aquella frondosa higuera y me complacía en contemplar las bellezas de la naturaleza y en escuchar el unísono himno de alabanzas que toda ella tributaba al elegido de Dios, al gran Sultán Muley Hassan, ¡que Dios enaltezca y glorifique! Tan sólo creí percibir una voz discordante de ese conjunto tan armónico y precioso. Difícil me fue averiguar de dónde salía esa desagradable voz. Pero buscando con afán no tardé en descubrirla. Era la voz de una miserable planta, que apenas si alzaba su raquítico tallos algunas pulgadas sobre el suelo. Era la planta del kif. Y yo, furioso, no me pude contener, y no queriendo tolerar que en mi presencia se ultrajase a mi señor, a mi muy amado soberano, ¡ que Dios guarde!, la corté, la machaqué hasta reducirla a polvo, y como no tenía otro sitio más a propósito para quemarla y reducirla a cenizas, para que se las llevas el viento en minúsculas pavesa, la metí en mi pipa y la quemé. Vea vuestra majestad si soy culpable por no haber querido tolerar que en mi presencia se ultrajase vuestro amado nombre.
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