viernes, 30 de julio de 2010

Los cuatro soles aztecas

Las religiones de la América precolombina se formaron de la evolución de costumbres y culto a los dioses. De estos dioses, unos se asimilaron y mezclaron entre sí y se humanizaron dando como resultado una infinidad de mitos y leyendas, muchas contradictorias, que no llegaron a convertirse en un dogma propiamente dicho.

Estos dioses no eran seres de poder ilimitado, sino que muchas veces encarnaban a las fuerzas de la naturaleza con apariencia humana, por ello muchos estudiosos de estas culturas prefieren traducir el término “Téotl” como señor en lugar de cómo dios.

Una de estas leyendas es la de los cuatro soles aztecas. Entre los aztecas existía la creencia de la existencia de distintos mundos, interrumpidos y transformados por medio de cataclismos.

Según esto, el primer sol se llamaba Nahui-Oceloti (Cuatro-Ocelote o Jaguar), porque el mundo, habitado por gigantes, había sido destruido, después de tres veces 52 años, por los jaguares, a los que los aztecas consideraban como nahualli o máscara zoomorfa del dios Tiezcatlipoca, dios del frio y de la noche.

El segundo sol era Nahui-Ehécati (Cuatro-Viento), despareció después de siete veces 52 años tras desatarse un fuerte huracán, manifestación de Quetzalcóatl, que transformó a los supervivientes del huracán en monos.

El tercer sol era Nahuiquiahuitl, y al cabo de seis veces 52 años cayó una lluvia de fuego, manifestación de Tláloc, dios del trueno y el relámpago, de largos dientes y enormes ojos, y de Quiahuitl, la lluvia. Todos eran niños y los supervivientes se transformaron en pájaros.

El cuarto sol, Nahui-Atl (Cuatro-Agua), acabó con un terrible diluvio, después de tres veces 52 años y del que únicamente sobrevivieron un hombre y una mujer, que se refugiaron bajo un enorme ciprés (ahuehuete). Tezcatlipoca, en castigo por su desobediencia los convirtió en perros, cortándoles la cabeza y colocándosela en el trasero.

Cada uno de estos soles se corresponde con cada uno de los cuatro puntos cardinales: norte, oeste, sur y este respectivamente.

Foto: Quetzalcóatl y Tiezcatlipoca. (Wikimedia Commons)

jueves, 29 de julio de 2010

El Hombre de la máscara

Durante el reinado de Luis XIV de Francia se produjo un hecho muy curioso para la época y del que hoy en día no se sabe nada a ciencia cierta. Cuando el “Rey Sol” cumplía 60 años, un hombre moría en La Bastilla, tras 34 años de cautiverio, con su rostro cubierto por una máscara de terciopelo.

Muchas han sido las explicaciones que se han dado para identificar al hombre de la máscara, pero ninguna de ellas resulta del todo fiable. Alejandro Dumas lo inmortalizó en su obra “El hombre de la máscara de hierro” y divulgó la creencia de que se trataba del propio Luis XIV o de un hermano gemelo.

Los hechos que se conocen o que se relatan sobre el caso no aclaran el misterio de tan famoso prisionero. Esta es una versión de su “historia”, ya que, evidentemente, hay bastantes más.

El citado personaje fue apresado en 1669 en el puerto de Dunkerke y desde ese preciso instante estuvo sometido a la más estrecha vigilancia. Se le ingresó en la prisión de Pignerol, en las inmediaciones de Turín, que por aquél entonces pertenecía a Francia y se le puso bajo la custodia personal del gobernador Saint Mars a quien se le dio la siguiente orden: «Habréis de amenazarle de muerte si alguna vez se le ocurre dirigíos la palabra sobre cualquier cosa que no sean exclusivamente sus necesidades cotidianas».

Cuando Saint Mars cambiaba de destino, se llevaba siempre al prisionero consigo en una silla sellada para evitar las miradas de los curiosos. En 1698 Saint Mars fue nombrado gobernador de La Bastilla y a ella se llevó al prisionero, que ya llevaba casi 30 años de cautiverio, con todas las precauciones para que no fuese reconocido.

El motivo de tener al prisionero con una máscara no se sabe realmente, se cree que fue para no ser reconocido, pero por aquél entonces ninguna persona conocida fue echada en falta. Puede ser que tuviese un gran parecido con algún personaje importante y que su presencia podría resultar comprometedora, pudiera ser.

El político e historiador británico, Lord Quikswood, propuso una hipótesis que concuerda con los hechos conocidos por aquél entonces. El cautivo pudo ser el verdadero padre de Luis XIV. Se basa en los siguientes acontecimientos.

Luis XIII y Ana de Austria, tras 14 años de matrimonio no habían tenido descendencia y el Cardenal Richelieu, verdadero ostentador del poder en Francia, quería que el rey tuviese un heredero y así poder controlarlo a su antojo. Por ese motivo es muy probable que Richelieu persuadiese a la reina de que engendrase un hijo con un noble que no fuese su marido. Tras años de no cohabitar los reyes en el mismo lecho, el Cardenal consiguió una aparente reconciliación entre ambos y, ante la sorpresa general, en ese tiempo la reina dio a luz a un hijo. No era muy descabellado pensar esa posibilidad ya que por la corte francesa pululaban cantidad de descendientes ilegítimos borbones y uno de ellos pudo ser el elegido por Richelieu.

Se comentaba que la apariencia física del pequeño Luis era muy distinta de su padre Luis XIII, más fuerte y activo que su “progenitor”. Siguiendo con la teoría de Quikswood, el padre de Luis XIV fue enviado, probablemente, a la colonia francesa en Canadá, de la que regresaría años más tarde confiando en conseguir algunos favores del ya omnipotente Rey Sol.

Pero su apariencia física, tan semejante a la de Luis XIV podía propiciar una situación muy embarazosa en la corte. La solución pasaba por asesinarlo secretamente, pero esta situación no se la planteó el rey que nunca se hubiera avenido a matar a su propio padre. Por tanto, la mejor opción era la de el entierro en vida, de manera confortable pero apartado de todo contacto humano, excepto el de sus carceleros.

Así murió este personaje, desconocido, con el rostro bajo una máscara de terciopelo y sepultado bajo un nombre ficticio como Eustaquio Dauger, ayuda de cámara.

Un triste final para una triste vida. ¿De verdad fue así la historia del hombre de la máscara? Probablemente no lo sabremos nunca, pero bien pudo haberlo sido. ¿O fue de otra manera? ¿Existió realmente? Cada cual pensará lo que quiera pero ha pasado a la historia dentro de lo que podemos denominar mito o leyenda.

Foto: Luis XIV y el cautivo de la máscara.

martes, 20 de julio de 2010

Historia de Bosnia y Herzegovina (VII)


LA DESMEMBRACIÓN DE YUGOSLAVIA (1990-1992):
En Kosovo comenzó el final de Yugoslavia. Fue aquí donde se consumó la primera fase del plan de reconstrucción de la dictadura, ya no bajo el signo inaceptable del comunismo, sino bajo el del nacionalsocialismo. Este proyecto alió en un principio al aparato comunista dirigido por Slobodan Milosevic y al ejército federal yugoslavo. El objetivo inicial era mantener una Yugoslavia en la que estos estamentos privilegiados no fueran expulsados del poder por la liquidación, ya entonces inevitable, de la Liga Comunista Yugoslava (LCY).
Ultra-nacionalismo racista, igualitarismo dentro de la raza superior, salvo, claro está, la clase dirigente de Estado y ejército, arbitrariedad absoluta en el trato de las “minorías” o razas inferiores, impunidad policial y militar e intervencionismo estatal son los elementos principales del mensaje que, en Kosovo, lanzó Milosevic a todas las repúblicas de Yugoslavia en 1989: “En nuestro país no sucederá lo que está sucediendo en el resto de Europa oriental, donde los aparatos del Estado se desmoronan. Nosotros tenemos una vía alternativa que adoptaremos con la ayuda de la mayoría del pueblo, y ésta es serbia, nacional y socialista”.
En las repúblicas más desarrolladas del norte, de cultura no balcánica, sino centroeuropea, estaba plenamente en marcha la opción anticomunista, antiintervencionista y occidentalista. Que en Croacia ésta se viera en parte truncada algunos años más tarde tiene más que ver con los efectos de la guerra y el creciente desprestigio de Europa entre sus gentes que con las intenciones iniciales de Franjo Tudjman. El paso siguiente fue el asalto a las finanzas federales por parte de la Serbia de Milosevic con la impresión ilegal de moneda, aún común, y el uso de las reservas federales para el mantenimiento de su industria y el pago masivo de lealtades. Eslovenia, que ya había perdido en gran parte el mercado serbio por el llamamiento al boicot contra sus productos hecho por las autoridades de Belgrado, se revolvió contra esta práctica y decidió suspender sus aportaciones a la reserva federal.
En Belgrado el aparato propagandístico, que desde la llegada al poder de Milosevic había pasado de llamar antiyugoslavos a los albaneses a tildarlos de genocidas antiserbios, emprendió la misma escalada violenta con eslovenos y croatas. En la Presidencia federal, compuesta por un miembro de cada una de las seis repúblicas (Serbia, Eslovenia, Croacia, BiH, Macedonia y Montenegro), y uno por cada una de las dos provincias serbias (Vojvodina y Kosovo), la liquidación de todas las instituciones de Kosovo y medidas similares en Vojvodina, en el norte, más el asalto al poder en Montenegro de la facción comunista, obediente a la nueva dirección serbia, dejaban en unas manos, las de Milosevic, cuatro votos de un total de ocho.
La Presidencia estaba bloqueada. Las Repúblicas del norte argumentaron que, si se había abolido la autonomía de Kosovo y Vojvodina, lo lógico era que se eliminara su opción de voto, y que reaccionaba a todas las propuestas con soflamas propagandísticas contra los “secesionistas” y los “enemigos de Yugoslavia”. Ni eslovenos ni croatas hablaban aún de independencia. Después propusieron una Confederación entre las repúblicas que, manteniendo el espacio económico común, permitiera a las demás repúblicas impedir que Serbia practicara el saqueo de unas reservas comunes, bloqueara todas las reformas con sus cuatro votos en la Presidencia y se viera tentada a imponer su política a las repúblicas díscolas con los mismos métodos utilizados en Kosovo.
Así estaban las cosas a finales de 1990, cuando Estados Unidos y la mayoría de los países europeos, informados por unas Embajadas en Belgrado sometidas al bombardeo propagandístico del aparato de Milosevic, se lanzaron a una frenética actividad para «salvar Yugoslavia». Se sucedían las amenazas sobre las capitales supuestamente secesionistas y se animaba a un gobierno federal bajo Ante Markovic, que ya no tenía poder alguno, a lograr soluciones para preservar Yugoslavia. Liquidada definitivamente la Presidencia al no aceptar Serbia que el croata Stipe Mesic asumiera la jefatura rotatoria que le correspondía y rechazadas por Serbia todas las propuestas de confederación y asociación que no implicaran la sumisión del resto de las Repúblicas al dictado de Milosevic, Eslovenia y Croacia decidieron proclamar su independencia el 25 de junio de 1991.
Poco antes de esta fecha, el Secretario de Estado norteamericano James Baker viajó a Belgrado para dar ánimos a quienes querían “preservar la unidad de Yugoslavia”, sin entender que esa unidad había sido ya dinamitada por un proyecto totalitario en el corazón del Estado, en Serbia, que había hecho dispararse las fuerzas centrífugas.
Las Repúblicas del norte huían literalmente del intento de Belgrado de secuestrarlas para impedir su unión al proceso democratizador que se producía en Centroeuropa.
Los militares y Milosevic no recibieron advertencia alguna contra su política de aplastamiento de los albaneses en Kosovo y sus ya nada disimuladas intenciones de imponer por la fuerza a toda la federación una política de salvación de la ortodoxia de la Comunidad Internacional para, con un despliegue militar, intentar recuperar, por la fuerza de las armas, el control de las fronteras eslovenas hacia Italia, Austria y Hungría, y consiguientemente de los ingresos aduaneros yugoslavos.
Los eslovenos, sin embargo, recibieron al ejército a tiros. Ellos, al contrario que los croatas, habían logrado mantener el control de las armas que el concepto de defensa territorial de Tito tenía repartidas por todo el país para el caso de una intervención extranjera. Los diez días de guerra acabaron con una humillante derrota del ejército yugoslavo y la certeza de que aquella República ya no pertenecía a la Federación.
La Yugoslavia de Tito había muerto definitivamente en julio de 1991. Milosevic lo sabía, y también el ejército federal, que tras haber perdido la ideología en que basaba su existencia, perdía también el país cuya defensa territorial era su principal deber. El ejército yugoslavo no tenía ya razón de ser, y sus mandos, en la inmensa mayoría serbios, tenían que encontrar una patria que les financiara empleo y pensión.
Occidente, sin embargo, siguió sumido en la quimera de que Yugoslavia existía. En la ONU, en la OSCE y en las negociaciones que la Comunidad Europea organizaba con frenesí para “lograr acuerdos pacíficos” seguía dándose crédito negociador a representantes de una fantasmal «Yugoslavia» que ya no era sino una máscara legitimadora tras la que se escondía la propuesta totalitaria y nacional-expansionista de Milosevic. En los Acuerdos de Brioni, en julio de 1991, la Comunidad Europea afrontó la salida de Eslovenia de la Federación, pero cayó en el gravísimo error de no afrontar una solución global para todo el territorio de la antigua Yugoslavia, víctima del autoengaño de seguir creyendo existente a este Estado.
Los problemas de Croacia, la minoría serbia en Croacia, las tres etnias de BiH y las minorías en Serbia no suscitaron interés. Bruselas quizá creía poder solucionar estos problemas uno a uno, lo que, como se ha demostrado, era imposible. Aún entonces, la amenaza de sanciones o la imposición directa de las mismas sobre Belgrado quizá habrían podido forzar a un acuerdo global en el que las garantías de supervivencia de las minorías bajo control de la ONU o la CE, tanto en Croacia como en Serbia y BiH, evitaran el uso de estas comunidades como pretexto para una guerra territorial.
Eslovenia podía perderse, y con ella la posibilidad de mantener toda Croacia en la Yugoslavia serbia. Belgrado lo sabía. Por ello, cuando aún no habían comenzado a disparar los aviones MIG-21 federales sobre los puestos fronterizos eslovenos, estaba en plena marcha el plan de conquista militar de aquellas partes de Croacia que tenían que ser mantenidas a toda costa en el Estado que pretendían crear: La Gran Serbia.
El Presidente croata Franjo Tudjman, sin embargo, seguía repitiendo que Belgrado jamás se atrevería a esta guerra en Croacia, y que los enfrentamientos habidos en diversos puntos de Croacia no pasarían de ser meros incidentes aislados. Todas las repúblicas, salvo Eslovenia, cayeron en la trampa de creer poder escapar a la suerte del vecino mostrándose cooperativos con el ejército de Belgrado. Hoy quizá muchos lamenten no haberse dispuesto en junio de 1991 para una acción conjunta que hubiera unido fuerzas contra Belgrado, y que no se produjo porque, el fallecido presidente Tudjman, como tantas otras veces, basó sus decisiones en consideraciones tan egoístas como ilusas y erróneas.
El gobierno de Zagreb dejó paso libre al ejército federal cuando largas columnas de blindados se dirigieron por territorio croata a apoyar a sus unidades en Eslovenia, el 27 y el 28 de junio de 1991. El gobierno de Tudjman garantizó a estas Unidades una seguridad que pronto no podría otorgar a sus propios ciudadanos. Nada más cruzar la frontera hacia Eslovenia, el ejército se topó con la encarnizada ofensiva de las fuerzas territoriales de esta República, que en 10 días había acabado con la voluntad de Belgrado de retener a la fuerza a Eslovenia en la Federación. Zagreb creía poder evitar la guerra abierta con Belgrado. Meses más tarde, con la guerra abierta ya en Croacia, el gobierno de Sarajevo también permitió que el ejército federal utilizara su territorio como gran base de operaciones para su guerra en la República vecina. Las Unidades del ejército que abandonaban Eslovenia, después de los Acuerdos de Brioni, se dirigían en largos convoyes hacia la hermosa tierra, de la que gran parte de la opinión pública mundial no había oído hablar aún, pero lo haría muy pronto y mucho.
Foto: Mapa de la desintegración Yugoslava durante la Guerra de los Balcanes.

El verdadero Barba Azul

A finales del siglo XVII, el escritor francés Charles Perrault publicó su obra “Cuentos de Mama Oca”, un compendio de relatos y narraciones populares inspirados en leyendas o en personajes reales. Uno de los más conocidos es Barba Azul, protagonizado por un terrorífico asesino de mujeres a las que encerraba y mataba en su castillo.

El personaje real que lo inspiró fue Gilles Montmorency-Laval, Barón de Rais (1404-1440), con la diferencia de que las víctimas de éste eran niños y no mujeres. Mariscal de Francia y guerrero junto a Juana de Arco, Gilles de Rais escondía una vida secreta: la de asesino en serie de muchachos a los que encerraba y torturaba en su castillo.

Juan Antonio Cebrián, escribió un libro sobre él titulado “El mariscal de las tinieblas”, en el que habla de lo duro que resultaba ser niño en la Edad Media europea, cuando muchos de ellos estaban abocados a trabajos forzados y apenas tenían para comer. Gilles de Rais les engañaba y atraía a su castillo ofreciéndoles trabajo, amparado en su fortuna de grande de Francia.

A principios de 1440, llegaron los rumores hasta la corte del duque de Bretaña, quién ordenó abrir una investigación sobre los secuestros y la posible implicación del barón de Rais. El 13 de septiembre fue detenido en el pueblo de Machecoul por un grupo de soldados, quienes hallaron en su propiedad los cuerpos despedazados de 50 adolescentes. El duque de Bretaña le hizo compadecer ante la justicia acusado de haber asesinado e inmolado entre 140 y 200 niños en prácticas diabólicas.
Se le infligieron todo tipo de torturas para obligarle a confesar sus crímenes, que se obstinaba a negar pese a las evidencias, pero fue sólo la amenaza de la excomunión lo que le indujo a hacerlo detalladamente.

En octubre, Gilles de Rais aceptó voluntariamente todos los cargos que se le imputaban y confesó que había disfrutado mucho con su vicio, a veces cortando él mismo la cabeza de un niño con una daga o un cuchillo, y otras golpeando a los jóvenes hasta la muerte con un palo y besando voluptuosamente los cuerpos muertos, deleitándose sobre aquellos que tenían las cabezas más bellas y los miembros más atractivos. Afirmó ante los magistrados que su mayor placer era sentarse en sus estómagos y ver como agonizaban lentamente, y que en los cargos que se le imputaban no había intervenido nadie más que él, ni había obrado bajo la influencia de otras personas, sino que siguió el dictado de su propia imaginación con el único fin de procurarse placer y deleites carnales.

El 26 de octubre fue ahorcado y quemado en la hoguera junto a sus cómplices. En el momento de su muerte pidió perdón a los padres de sus víctimas. Sus restos se encuentran en una iglesia de las carmelitas en la localidad francesa de Nantes. En la región de Rais aún se recuerdan las tropelías del Mariscal, como todavía se le conoce.

Esta es un pequeño relato sobre uno de los asesinos en serie más sanguinarios que ha dado la Historia.

Foto: Guilles de Montmorency-Laval, Barón de Rais.

domingo, 18 de julio de 2010

La batalla más antigua de la historia

El primer enfrentamiento militar del que se tiene constancia histórica fue la batalla de Meggedo o Armagedón, también llamada de Meggido, el 9 de mayo de 1457 a.C., en la que el faraón egipcio Tutmosis III se enfrentó al rey de la ciudad de Qadesh que se había puesto al mando de las ciudades sirias.

El enfrentamiento tuvo lugar al sur de la ciudad cerrando el paso a las fuerzas de Tutmosis que pretendían sofocar la rebelión. La batalla fue rápida y decisiva. Las fuerzas sirias estaban acampadas fuera de la fortaleza, al sudoeste. El ala sur egipcia estaba situada en un monte al sur del arroyo Kina y el ala norte se repartió en dos grupos frente al monte Carmelo. Tutmosis, montado sobre su carro de guerra, dirigió el ataque que, con una sola carga, dispersó al enemigo que corrió a refugiarse en la fortaleza. Los rebeldes abandonaron sus armas y tuvieron que trepar por los muros ya que los habitantes de ciudad se negaron a abrir las puertas.

Foto: Representación de la Batalla de Meggido